El debate para la no investidura del presidente del Gobierno ha permitido constatar esta semana que estamos en permanente campaña electoral. Nadie quiere, eso aseguran, una repetición de las elecciones, pero nadie hace algo en serio para evitarlas. Si esa cita con las urnas llega será la quinta en cinco años para los canarios, convocados desde 2011 a dos comicios autonómicos, insulares, y municipales, unos europeos y las generales. Las intervenciones de los grandes partidos, viejos y nuevos, tuvieron más de mítines para reafirmar posiciones o captar votantes que de búsqueda de soluciones para los problemas de España. Lamentablemente fueron sesiones con muchos protagonistas distintos pero la misma vocación partidista y dogmática de siempre.

Las sumas son incontestables. Gobernar hoy este país en las condiciones de fragmentación que han decidido los españoles precisa, como mínimo, de la complicidad de dos de los tres primeros espadas: PP, PSOE y Podemos. Todo lo demás son fuegos artificiales con los que estirar los plazos o entretener a los espectadores. Ciudadanos, descolgado, sin escaños para reivindicarse como cohorte decisiva, juega al positivismo para asomar cabeza. Aunque es incierto el resultado de unos nuevos comicios cabe la posibilidad de que diputado arriba, diputado abajo, los bloques cambien poco si vuelve a votarse, con lo que los políticos habrán tirado en un momento delicado seis meses por la borda y millones de euros. El dinero huye. La economía sufre. La incertidumbre infunde pesimismo.

Descartado un acuerdo entre el PP y Podemos porque, aunque estratégicamente coincidan en disparar contra el PSOE, navegan en las antípodas ideológicas, sólo existen dos alternativas sobre las que asentar un Ejecutivo matemáticamente viable: un entendimiento entre el PP y el PSOE o entre el PSOE y Podemos, con los independentistas como peaje en el segundo de los casos. Al socialista Pedro Sánchez, además de apechar con una derrota contundente, le cayó encima un papel endemoniado por ser el elemento imprescindible de las dos combinaciones. No resulta favorecido en ninguna y está cuestionado en casa.

Huyendo de ese destino intentó una pirueta más difícil todavía. Una investidura sin apoyos sólo comprensible para callar a los barones críticos y arrebatar la iniciativa a Podemos. Sánchez eligió una opción inútil, encamarse con Rivera, pero inocua para sus intereses. Que precise de una maniobra condenada de antemano al fracaso para consolidar su posición interna resuelve mucho a Sánchez, que ha movido bien sus bazas, y nada a los españoles.

Los populares hicieron la estatua, acosados por una corrupción de la que no han sabido desmarcarse y tras una legislatura en la que su insensibilidad les hizo multiplicar enemigos. Rajoy espera ver cocerse en su salsa a los rivales. Los socialistas entienden por diálogo hablar con todos menos con el PP, por cierto, el partido que ganó las elecciones. Y aunque el PP reclama el apoyo del PSOE, más parece que en vez de atraerlo espera su entrega por miedo a ser fagocitado por Podemos. En un siglo global que daba por muertas las ideologías, resucitan el frentismo, las dos Españas, las izquierdas y las derechas a flechazos desde las almenas.

Digan lo que digan, ni al PSOE ni a Podemos les conviene unir sus destinos ahora mismo porque en el fondo están disputándose encarnizadamente la supremacía en la izquierda para los siguientes lustros. Pablo Iglesias muerde a Sánchez con una agresividad y vehemencia desmedidas que traslada aguas abajo. En eso diluyen su esfuerzo, tácticas en clave de réditos partidistas improductivas para los españoles.

El debate de investidura decepcionó. Los oradores principales hicieron cuatro brindis al sol pensando en el futuro votante. Del pasado vapulearon todo, en un revisionismo permanente y sectario que no conduce a ninguna parte. Del país que desean construir, nada dijeron más allá de unas generalidades. Los políticos, neófitos y veteranos, siguen encapsulados en su artificial campana de cristal en la que únicamente cuentan sus expectativas electorales. Los partidos confunden entenderse con entregarse porque el cortoplacismo y los cálculos particulares envenenan sus actuaciones. Como siempre.

Sorprende la velocidad con que la nueva política replica los modelos de la antigua. La descalificación sigue siendo la única arma. La dialéctica tahúr y la teoría de la pinza no constituyen desde Guerra y Anguita novedad para los españoles, que ahora las ven copiadas con menos gracia por Iglesias y Sánchez. Lo primero que los recién llegados hacen con los miles de euros que reciben de los impuestos por subvenciones es montar equipos de asesores y estructuras organizativas para consolidar su poder mediante colaboradores, amigos y compañeros políticos. Por ahí empieza a rodar la bola que conduce a la desafección y al descrédito: partidos atados a gastos innecesarios y a multitud de liberados que acaban convertidos en redes clientelares.

No se trata de buscar un presidente como quien escoge camisa en las rebajas con tal de que sea barata. Lo que importa es que tenga ideas, aúne voluntades y constituya un gobierno que sepa hacia dónde avanza. Los dirigentes españoles quieren de repente que seamos Dinamarca. Allí, desde 1909, todos los gobiernos han sido coaliciones. Las intenciones de pacto se anuncian antes de votar y las mayorías quedan consolidadas a las pocas horas del escrutinio.

En dos meses eso aquí ha resultado imposible. En los otros dos que restan por delante hasta disolver las Cámaras, improbable. Aunque todo puede suceder antes de que expire el plazo el 2 de mayo. Lo triste no es constatar que aún nos falte mucho para ser daneses sino los patéticos liderazgos vacíos que evidencia el espectáculo de esta semana. Las decisiones no se toman por el bien de España, sino por el de las siglas. La regeneración de la vida pública no llegará por cambiar de políticos sino por cambiar la política.