Si José Alberto González Reverón se hubiera presentado como candidato a la Alcaldía de Arona el pasado año, ¿hubiera perdido las elecciones indefectiblemente o pudiera haberlas ganado? Uno repasa las acusaciones y sentencias que pesan ya sobre González Reverón, oscuro espejo de la transformación del Ayuntamiento aronero en el muy desaseado patio de su casa, y estaría dispuesto a pronosticar que el exalcalde tendría que haber perdido. Pero no estoy seguro, sinceramente. Durante sus años de gloria, ¿sus convecinos no sabían absolutamente nada? ¿No trascendía nada de sus chanchullos o de las mefíticas costumbres buhoneras de técnicos y aparajeadores municipales? Los cientos de aroneros que recibieron un trato de favor de la autoridad municipal, ¿suponían mayoritariamente que así debía actuar un alcalde, prescindiendo de procedimientos reglados, de normas y reglamentos? Conozco un poco Arona y me atrevo a sostener que González Reverón conserva todavía cierta popularidad, aunque cada vez más declinante. El principal argumento exculpatorio que se oye a los que aún lo apoyan o, simplemente, no lo denigran, es que González Reverón "no robó nunca". Y puede que no sea totalmente falso. Puede que, al margen de alguna que otra sinecura, el exalcalde no fuera un ladrón, aunque obviamente su gestión está salpicada -objetiva o presuntamente- de otros graves delitos. Puede que a González Reverón le bastara con el placer de mandar y distribuir favores y desdenes. Puede, en fin, que lograra decir, como el personaje que interpretaba Anthony Quinn en Lawrence de Arabia: "Los turcos me pagan en oro, sí... ¡pero soy pobre! ¡Porque yo soy un río de oro para mi pueblo!"

Es absurdo esperar que la gente prefiera el gozoso espectáculo del brillo de las instituciones democráticas a encontrar resueltos los problemas que dichas instituciones deberían eliminar. Si ese fuera el caso no se estaría juzgando a González Reverón, Dimas Martín estaría conduciendo un furgón de cebollas o algún presidente del Cabildo dictaría clases de Historia -una Historia muy diferente- en una escuela o un instituto de bachillerato. En Canarias no hay una sola propuesta -ni una sola digna de tal nombre: precisa, inequívoca, gradualista- para combatir la corrupción política. Si actualmente la ciudadanía chilla enfurecida es porque la corrupción cae como un ácido sobre un cuerpo social llagado por el desempleo, la pauperización, la degradación de los servicios públicos y la desesperanza de varias generaciones. Esa propuesta non nata debería incluir una agenda de reformas institucionales, normativas y reglamentarias que -por ejemplo- no convirtiesen a los alcaldes en reyezuelos todopoderosos en la gestión del territorio. Una propuesta que, en resumen, dinamitara o redujera al menos los incentivos para delinquir. Y luego debe venir un largo invierno educativo para adecentar a este intratable pueblo de cabreros que admira la vulgaridad, idolatra al listillo y está dispuesto a votar mil veces, henchido de admiración, al que le solucione, con una llamada de teléfono, un retranqueo.