Hace poco un programa de televisión que no suelo ver (Salvados) dedicó su tiempo a la explotación de niños y adolescentes en Asia por grandes firmas de ropa norteamericanas y, sobre todo, europeas, sin excluir, como es obvio, a las españolas. Los únicos que hicieron más ruido que las plañideras indignadas fueron aquellos que señalaron las virtudes de este modelo de explotación neocolonial por empresas de capital globalizado y una estrategia de deslocalización permanente. Estos realistas venían a decir que sin trabajo en los talleres textiles los niños y adolescentes asiáticos morirían de hambre o, en todo caso, sufrirían unas condiciones de vida todavía peores. Insistían en que poco a poco aumentaría el consumo interno, se incrementarían los salarios, se formaría una clase media democratizadora que construiría o fortalecería una sociedad moderna. Es muy sorprendente. Al parecer el desarrollo libre y natural del capitalismo conduce invariablemente al bienestar generalizado y al Estado democrático. Y de eso nada, por supuesto. Es muy recomendable la lectura de una investigación historiográfica impresionante, El imperio del algodón. Una historia global, de Sven Beckert, para demostrar que el paso del capitalismo de guerra (basado en mano de obra esclava) al capitalismo industrial (basado en mano de obra más o menos remunerada) requirió tanto de luchas y revueltas como de la colaboración sistemática de los nacientes Estados liberales. Y de la misma forma el capitalismo industrial no prohijó los derechos laborales ni el voto democrático ni los servicios sociales y asistenciales propios del Estado contemporáneo: fue un combate terrible y desigual de las fuerzas del trabajo, sostenido durante décadas, lo que consiguió todo eso con inteligencia, sacrificios, tenacidad, sentido de la dignidad, organización y liderazgo.

Con las condiciones políticas, sociales y laborales de la mujer en nuestra sociedad ocurre exactamente lo mismo. Las Constituciones democráticas no transforman inmediatamente la realidad. Si así fuera no se asesinaría cada cuatro o cinco días a una mujer en este país por el hecho de serlo. Hay que repetirlo: por el hecho de ser mujer y no por ninguna otra razón, y eso es lo miserable, lo terrible, lo intolerable. Si cada tres o cuatro días se asesinara a un musulmán, a un otorrinolaringólogo o a un señor pelirrojo un pasmo furibundo recorrería todas las esquinas del mundo social y se exigirían medidas ya y más medidas mañana. Que las asesinadas sean mujeres, en cambio, solo produce una apesadumbrada indiferencia, y esa aceptación, por más que está enraizada en cierto malestar, señala una patología moral supurante en la sociedad española. Más recursos económicos y técnicos contra la violencia feminicida, más esfuerzos programáticos y lucidez docente en la educación en valores desde la primera infancia, más reformas legales y reglamentarias (para igualar los permisos por maternidad y paternidad, por ejemplo) y más inversión en guarderías públicas para que la carrera laboral de las mujeres no contemple el desgarro entre la ambición profesional y el cuidado de los hijos. Pero sobre todo se debe activar el compromiso cotidiano de todos contra ideologías legitimadoras y hábitos culturales machistas, porque esto es un problema común de mujeres y hombres si se prefiere vivir una vida civilizada y digna y compartir las maravillas y pesadumbres del mundo. Lo que no se comparte no existe.