La recordé mientras leía uno de esos episodios de violencia de género que te hielan la sangre. La noticia decía que una joven había perdido la vida al caer al vacío. La investigación demostró que no fue una caída casual. Ya se imaginan. Su lectura me revolvió las tripas y pensé en el terror que debió sufrir aquella mujer. Sin saber por qué de pronto recordé una de esas escenas que guardas en un compartimento estanco esperando enterrarla pero fracasas. Una noche de finales de los noventa hice una serie de reportajes en las zonas de la ciudad en las que el tráfico de droga era brutal. Éramos tres, yo, un fotógrafo y un taxista amigo. La clave era no levantar sospechas. Cristales tintados. Esas noches fuimos testigos de los estragos de la droga y de la esclavitud a la que los camellos someten a sus clientes. Jóvenes corriendo como gamos en la oscuridad en busca de una papelina, pagando con su cuerpo y con su vida para combatir el "mono". Por entonces la Plaza Manuel Becerra, Andamana y aledaños era lo que se denominada "puntos negros" del tráfico. De amanecida vimos morir la noche y muchas vidas destrozadas. Era una ciudad desconocida, al menos para nosotros. Jóvenes y jóvenes hacían cola en casas abandonadas, trepando por balcones, esperando la dosis que les mantuvieran vivos, si vivir es eso. Durísimas imágenes las que captamos pero evitando identificar rostros. De pronto, de una calle estrecha, paralela a Andamana, escuchamos los gritos aterradores de una chica. Miramos y vimos que desde un tercer piso un negro la tenía colgada de la fachada, sostenida por un brazo. La joven se movía como una culebra mientras pedía compasión; el temor a que el traficante la soltara nos enmudeció. Paralizados fuimos testigos de una tortura que como ven no he podido olvidar.

No quisimos ver más y nos alejamos.

stylename="050_FIR_opi_02">marisolayala@hotmail.com