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Reflexión

Carta a los pedagogos

Esta es una carta combativa y de respeto. Sobre todo, de respeto hacia los compañeros de profesión que, jornada tras jornada, ven y sienten una misma realidad. Miles de orientadores, alejados del paradigma sectario de la escuela comprensiva, luchan por mejorar la educación en España, de zafarse del yugo dogmático de esos otros pedagogos, los autodenominados "didactas", que han convertido la enseñanza en una "conjura de los necios", en la acertadísima definición de Muñoz Molina. Un respeto ganado a pulso porque han tenido que sumar al desgaste diario en las aulas la repulsa creciente de un amplio sector social hacia sus labores en los centros. Muchos los califican de muy grosera manera, cometiendo gran injusticia, porque su trabajo es más que necesario en la orientación de los jóvenes, en la información y detalle de cuanto les pueda interesar sobre itinerarios académicos o formativos. Sin embargo, la confusión reinante entre unos y otros, entre los que ejercen sensatamente el apoyo psicopedagógico y los que se limitan a adoctrinar desde sus cátedras, puede derivar en una injusticia aún mayor.

Mi lucha es contra los falsos pedagogos, contra aquellos que hacen flagrante traición al sentido común y que han devenido en auténticos farsantes, paladines de la mediocridad y profetas de la ignorancia. Individuos, sin excepción posible, que han traído las sombras a la educación en libertad. Su ambición ha estado presidida por la conversión de las comunidades educativas en gulags, al más puro estilo soviético, en las que al severo control doctrinal se añadían las peores maniobras de desinformación y acoso a la persona disidente, porque el pensar por uno mismo estaba proscrito. Y, todavía hoy, cuando en cierto modo han sido puestos al descubierto ante la opinión pública, siguen creyéndose en posesión de la verdad.

Ha sido una dictadura en toda regla y, curiosamente, en el país democrático que es la España actual, muy pocas voces han señalado tal hecho. Las razones son variadas pero de fácil entendimiento: en primer lugar, el púlpito desde el que propalan las consignas es la propia universidad, y en ella casi nadie espera encontrar un mensaje que ahogue la inteligencia y disuada la controversia, sin embargo así ha sido; en un segundo renglón, han apuntalado lo ideológico con lo teórico, es decir, han revestido su intolerancia política con los adornos de la investigación puntera, intoxicando el discurso científico con los posicionamientos partidistas hasta desvirtuar la misma ciencia pedagógica. La tercera razón, y sin duda la más exitosa, es que han contado con el inestimable apoyo de las fuerzas políticas del momento, si cabe, con las que mayores resultados han cosechado en las elecciones. Por sí solo, este último motivo explica la ausencia del debido debate sobre el nocivo impacto de los falsos ídolos de la Nueva Pedagogía.

Esta pedagocracia, dañina y cruel, es el germen de la anómala situación que vive la educación española. Por ello, esta carta va dirigida a los intolerantes y a los sectarios de la enseñanza. Porque, por poca que sea la inteligencia que en algún momento les asistió o por leve el eco de lo que en otro tiempo fue su humana conducta, han de convenir que han cometido un error, pero no cualquiera, sino el peor de cuantos existen. La educación jamás debe ser el campo de batalla de la política, ni a ella debe sacrificar sus nobles fines.

Los falsos pedagogos se han juramentado para acabar con las más rancias tradiciones de la escuela. Han querido ver fantasmas donde sólo había orden y rectitud, y han terminado por atraer el caos y la ignorancia hacia multitud de generaciones de jóvenes. Sin embargo, lo que más duele, es que ninguno de ellos se haya tomado la molestia de examinar sus postulados en conciencia. Un gesto que habla a las claras de una intolerancia que bordea la intransigencia, casi la acción delictiva por la persistencia en el daño. Evidentemente, no hay razones penales para su enjuiciamiento por crímenes contra España -aunque ganas no falten-, pero sí otras muy abundantes para llamar al fenómeno por su nombre, y este no es otro que el de delincuencia social, por la degradación o subversión de valores y usos.

A los pedagogos de salón les digo que, si de verdad hubieran amado la educación, jamás habrían puesto por delante de la libertad, el dogma y la ignorancia. Que si hubieran alcanzado la esencia de la enseñanza, nunca habrían hecho añicos la figura del profesor y menos aún traicionado su compromiso en el aula y con el saber que han de transmitir. En definitiva, si hubieran hecho patria -sí, la genuina patria del docente-, jamás habrían expuesto a la juventud a los males que hoy la corrompen, desde la misma escuela que ellos jalean, como son el evidente desprecio por el conocimiento, la irresponsabilidad en las conductas, la entrega al hedonismo más descarado y la negación de la autonomía personal en cuanto representación de todo lo anterior.

(*) Doctor en Historia y Profesor de Filosofía

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