Estaba en el quicio y desquiciado. Cansado de lo que se escucha, aburrido de lo que se dice. Y entonces apareció una imagen de la infancia, salvífica como todas las que tienen ese origen. En un paragüero, había dos bastones pero ningún paraguas; no era en mi hogar infantil, era en una casa extraña. De ahí, me trasladé a la azotea de la casa de mi abuela materna, donde vivía feliz la tortuga Felipa. Me alegré de nuevo, ¡qué feliz era Felipa en su pequeño universo! La azotea de mi abuela era algo irregular, el suelo con alguna tela asfáltica como si cubriera el bache de una carretera. Baldosas marrones, balaustrada negra de hierro y un cacito con la lechuga para Felipa. Felipa hibernaba, eso me decía mi abuela y también lo corroboraba mi tío Andrés. Aquello de la hibernación me gustaba mucho, incluso lo envidiaba, Felipa escondida en su caparazón durante meses. Junto a la terraza, una buhardilla que para mí fue siempre una caja de sorpresas. En ella se mezclaban los juguetes y revistas de la infancia de mis tíos con dos casas de muñecas, entonces enormes para mí, de mi madre y de mi tía Mariló. El sable de mi abuelo y creo que también el uniforme de cadete de mi tío David. Parecía la buhardilla de Ramón Gómez de la Serna, porque había otros objetos, y lienzos de mi tía. A la buhardilla no se podía subir a cualquier hora y casi nunca solo, siempre acompañado. Conseguí el privilegio, alguna vez, de que se me encomendara la noble misión de reponer la comida de Felipa. Entonces subía solo a la buhardilla y podía buscar entre los tesoros que contenía. La televisión en blanco y negro no me obsesionaba, salvo alguna cosa que no me dejaban ver como Belfegor, el fantasma de Louvre, pero sí me gustaban mucho otras cosas autorizadas como Embrujada y La familia Monster. ¿Por qué entretenían tanto aquellas series sencillas? Porque no conocíamos otra cosa, desde luego, pero porque también alguien le había puesto algo de talento al realizarlas. Ahora las series te saturan con sofisticados bucles argumentales, que nunca son para tanto. Hay que abrir las puertas, y las ventanas, otra vez, y subir a la buhardilla a ver a la tortuga Felipa. Aunque a la vuelta de la esquina esté ya la amenaza de la realidad virtual, que convertirá a algunos en seres aislados con gafas ciegas. Estoy seguro de que casi todos tiene sus buhardillas y sus tortugas: abran, por favor, las puertas a tiempo.