Siempre que vamos a pasarnos unos días a Tenerife, mi esposo y servidora acudimos con frecuencia a cenar al mismo restaurante, porque además de recibirnos y atendernos cortésmente (aún sabiendo que somos grancanarios), invitando a café y un chupito de la casa, la comida es exquisita y hasta casi generosa para nuestros estómagos, que ya necesitan menos manducatoria, aunque no podemos resistirnos a la vichyssoise que allí es un lujo para el paladar.

Ahora, un nuevo y joven camarero bien parecido y con buena presencia, aunque quizá demasiado alto y flaco (pírgano) y moreno como el café, sirve en los apartados con reserva, y en su trato con los clientes mantiene el respeto y las buenas formas. Servidora, que soy muy observadora sin proponérmelo, advertí, porque saltaba a la vista y al oído, al menos a los míos, que su capacidad verbal estaba algo limitada, así es que no le puse de manifiesto, ni siquiera con gestos de mi rostro, aquella situación un tanto embarazosa. Contento con su trabajo le felicité, pero algo tengo que doy confianza inmediatamente a quien me trata, y así sucedió con este muchacho quien, sin pedirle explicaciones, y después de trabarse (trabucarse) con dificultad evidente en algunas palabras, ya en los postres y soltando las amarras de una confianza respetuosa, se despachó a gusto contándome la razón de ese pequeño trastorno oral.

Su padre, carpintero de profesión, siendo el chico un bebé, le hizo una cuna, pero dado lo mal que le iba el negocio no le alcanzó para ponerle la barandilla de sube y baja, la de protección, y así el crío llorón y molestón (pejiguera), con sus movimientos (zangoloteos) cayó de allí al suelo muchas veces, dándose golpes (partigazos, macanazos) y perturbando con sus llantos el sueño de sus progenitores. En una de estas caídas se hizo una herida en la cabeza (coneja) con lo cual, y según él, quedó así de tartaja. Ni que decir tiene que no pude resistir mi carcajada, que él aceptó con otra risa más jocosa aún, quizá porque, como yo, piensa que reír es una medicina para el alma. Tal relato despertó mi curiosidad, preguntándole si el otro lado de la cuna tenía barandilla, respondiéndome que sí pero que era fija y no ascendía ni descendía ¿? Debí buscar refugio en el silencio, pero en lo que el gato se frota un ojo, se me escapó una imprudencia diciéndole, "pero hombre, la parte sin barandilla tenía que haber estado contra la pared, y la de protección hacia fuera y así usted nunca se habría caído".

El joven, risueño pero pensativo, me contestó, "mee? mejor fue así, porque la altura de la cuuu? cuna sin barandilla era corta, en cambio si me caaa? caigo de lo alto de la fija igual hoy no se lo estaría cooo? contando". A su manera estaba en lo cierto y me alegré y agradecí aquella simpática conversación más que si me regalaran un curso de maquillaje. Que tengan un buen día.

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