Decía Albert Camus que "sólo hay mala suerte en no ser amado, pero en el no amar hay desgracia". Hace unos pocos meses llegó a mi barrio de Ciudad Jardín, para vivir en sus calles, un joven menesteroso, en silla de ruedas por ser minusválido.

Servidora desconocía su existencia, hasta que comencé a oír hablar de él a vecinos de otras vías lindantes que contaban que ya no saben qué hacer con él, pues tiene desestabilizado al barrio con toda la porquería que tira a su alrededor, que había sido expulsado de distintas instituciones benéficas por su mal comportamiento con compañeros, directores y empleados de las mismas. Después de recorrerse casi toda esta zona, mira por dónde ha venido a parar a la mía, a pernoctar diariamente, con su silla a un lado y acostada su persona en el mismo asfalto, junto a la acera, con peligro de que le pase por encima un automóvil y lo aplaste al no verlo, lo cual me asusta pensarlo.

Al principio su presencia diaria me raspó el corazón como una piedra pómez porque siempre lo he tenido más blando que la cabeza y porque creí que imploraba protección, así es que le invité a bañarse en mi casa, regalarle un chándal de mi esposo y una manta nueva, que rechazó con muy mal humor. Me dediqué entonces a darle conversación, a llevarle comida caliente, bocatas horneados, minipizzas variadas, tazonas de colacao calentito, fruta, agua, revistas, mis periódicos del día anterior, bolsas de basura, algo de dinero para sus gastitos diarios (todo ello aceptado con agrado) e incluso sentándome en la acera junto a él, algunos de mis vecinos nos han visto, para hablarle de Dios y del civismo para convivir con los ciudadanos, pero siempre rechazó mis pláticas porque quizá le he parecido más pesada que los anuncios para acabar con la celulitis o porque, volviendo a Camus, tiene la desgracia de no amar a nadie.

Pero la suciedad cada vez iba a peor y los envases de tetrabrik, latas vacías de atún, de sardinas, de cocacola, trozos de panes duros, mondas (cáscaras) de huevos duros, de plátanos y un largo etcétera que compraba de su bolsillo se esparcían por mi calle, habiendo venido incluso la policía, avisada por algunos vecinos, y hasta la ambulancia para llevárselo y atenderlo, a lo que él se resiste con agresividad, no quedándole más remedio que traer durante el día, cuando él no anda por estos lares, una cuba de agua del servicio de limpieza del Ayuntamiento para limpiar la calle, amén de que con tanto laterío desperdigado en la vía, a los automóviles que pasan se les pueden cortar o pinchar las ruedas, pero al siguiente día vuelve a desperdigar la basura. Mi estupendo vecino, amante de los gatos callejeros sin hogar, en los que se gasta un pastón diario para alimentarlos, llevándolos incluso al veterinario si los ve malitos, y a todos nos viene bien porque así no hay ratones ni cucarachas, se ha enfadado varias veces con él por los insultos que le inflige cuando se acerca a desempeñar su función caritativa con los felinos, yendo además contra mi vecino y su encantadora esposa. He hablado con este muchacho sobre la necesidad de su aseo personal por su propio bien y el del vecindario y por la limpieza de la zona que ya es inadmisible, pero continúa sin hacer caso. Los vecinos hemos acudido a preguntar a centros de acogida, pero nadie quiere hacerse cargo de él porque alegan que es un hombre muy conflictivo.

Así es que cansada ya de este desagradable espectáculo, hice caso a mis queridos vecinos que se me quejaban de que con mi caridad no ayudaba a que se fuera de ahí sino todo lo contrario (con toda la razón del mundo), y decidida le dije seriamente que esto no podía continuar así, que toda aquella porquería debía meterla en las bolsas de basura que para ello le regalé, que su suciedad era una vergüenza para él y me mantuve firme.

Así es que dado su mal comportamiento, me he impuesto el silencio y despidiéndome en honrosa retirada mantengo las distancias como han hecho mis vecinos, con lo cual con su "sensibilidad ofendida" todos nos hemos granjeado su rabia y ahora saluda al barrio, así, como ven en esa foto, que es él en persona, manteniéndose horas en esa postura, como una estatua y haciéndole la peineta al vecindario con su dedo corazón de la mano derecha y deseándonos a todos un buen día. Hay que ver, desde que le hemos llamado la atención, víctima de su enojo, nos evidencia su rabia revirado como una panchona. Y es que, a veces, hacer caridad a ciertas personas es como atravesar una cueva de hielo. Ay, Señor, qué país y hasta dónde hemos llegado...

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