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Crónicas galantes

No trabajen, que es peor

Atento a la salud de los pensionistas, el Estado (español, por supuesto) les prohíbe que trabajen y cobren por ello tras su jubilación, no vaya a ser que se hernien. Los médicos, por citar un ejemplo sensible, están siendo retirados de su puesto al llegar a la edad establecida por la burocracia: justo cuando muchos de ellos se encuentran en el cénit de su carrera y, lógicamente, quieren seguir aplicando la experiencia adquirida.

Nadie sale beneficiado de este dislate. Ni los profesionales afectados, ni sus pacientes, ni la Seguridad Social que pierde cotizaciones, ni Hacienda, ni el sistema sanitario en general. Pero a ver quién baja de la burra a los gobernantes.

Ocurre algo parecido con los escritores y artistas en general, entre otros muchos oficios. Algunos de ellos han recibido ya la visita de los inspectores que les exigen la restitución de decenas de miles de euros, los dejan sin pensión y les fijan un período adicional de seis meses para recuperarla. El motivo, un tanto extravagante, es que se empeñan en trabajar sin renunciar a la pensión para la que cotizaron durante largas décadas, pensando -ingenuamente- que era suya y no del Estado.

Contra lo que pudiera parecer, estas cosas no ocurren en países como Alemania, el Reino Unido, Francia, Austria y otros doce destacados miembros de la Unión Europea, donde el Estado no se mete en lo que haga o no el pensionista después de jubilarse. Si quiere trabajar y encuentra modo de hacerlo, allá se las tenga él con sus propias decisiones. Sobra decir que la España heredera del intervencionismo de Franco es diferente en este como en tantos otros aspectos.

Aquí hay que tener gran cuidado con las ideas que a menudo alumbran los asesores que inspiran al Gobierno sus programas de ingeniería social. Años atrás, por ejemplo, alguien tuvo la brillante ocurrencia de prejubilar en masa a todos los trabajadores que se pusieran a tiro a partir de los cincuenta y tantos años.

El propósito del lumbrera -o lumbreras- que parió tal simpleza consistía en que los mayores de cincuenta y pico en adelante dejasen su hueco a los jóvenes en busca de un primer empleo. Las consecuencias fueron desoladoras.

Los chavales siguieron sin encontrar trabajo y, a cambio, los contribuyentes tuvieron que cargar con los elevadísimos costes de jubilación de cientos de miles de currantes en la flor de su vida laboral. La Seguridad Social dejó de percibir sus cotizaciones a la vez que las arcas públicas asumían una marea de jubilados prematuros que no ha parado de lastrarlas desde entonces.

Cuando cayeron en la cuenta del despropósito, los gobernantes trataron de enmendarlo por el expeditivo método de alargar hasta los sesenta y siete años la edad de jubilación. Con el mismo desparpajo que antes decían una cosa, luego dijeron la contraria; lo que sin duda confirma el carácter de ocurrencia de ambas decisiones.

Parece improbable que los mandamases de aquí se decidan a imitar, sin más, las reglas de Alemania, Francia o el Reino Unido, países donde los jubilados complementan su pensión con un trabajo en la seguridad de que el Estado no se va a entrometer en sus asuntos laborales. Eso, aun siendo lógico, iría contra las tradiciones de este país de rentistas en el que el dinero adquirido mediante el trabajo es, por su propia naturaleza, sospechoso. Lo dice el propio Gobierno: no trabajen, que es peor; y dedíquense a mirar obras. Porque si se empeñan, les quitamos la pensión.

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