La Provincia - Diario de Las Palmas

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Elizabeth López Caballero

Veintidós céntimos

Cuentan de un sabio que un día / tan pobre y mísero estaba, / que solo se sustentaba / de unas hierbas que cogía. / ¿Habrá otro,entre sí decía, / más pobre y triste que yo? / Y cuando el rostro volvió / halló la respuesta, viendo / que otro sabio iba cogiendo / las hierbas que él arrojó.

De la mano de Calderón de la Barca les quiero contar algo que me sucedió justo cuando había perdido la fe en el ser humano. Es bien sabido que cada vez son más las miradas perdidas que vagan por las calles de nuestra ciudad. Ojos hambrientos de pan, manos extendidas y temblorosas pidiendo nuestra misericordia. Los puedes ver en Vegueta, en Triana o en León y Castillo. Los puedes ver, aunque invisibles para la sociedad, están ahí. Son esos que no tienen nada y dan más que nadie. Quizá son la personificación de la solidaridad o quizá den lo que tienen porque no tienen que perder. Hace unos días asistí a un evento solidario que se organizó con la finalidad de recaudar fondos para ayudar a los niños enfermos. Varias actividades amenizaban el acto que atraía a decenas de personas, que entre gracia y gracia del payaso, dejaban sus donativos en las huchas. Entonces apareció él. Alto, delgado. Llevaba un gorro de lana harapiento, una chaqueta que abrigaba solo por las zonas en las que conservaba tela y sonrisa desdentada. Merodeaba por el parque y también le reía las bromas al payaso. "¡Vigilen las huchas!" Escuché decir a alguien. El cómico concluyó su actuación agradeciéndole al público que colaborase en un acto como aquel, que insistió, era para ayudar a los niños enfermos. Observé cómo a él se le ensombreció el rostro. Luego se metió las manos en los bolsillos y se acercó. Los que estaban detrás del estand se pusieron nerviosos. Agarraron las huchas y controlaron con ojos de águila el resto de objetos. Entonces él sacó las manos de los bolsillos. Llevaba mitones negros que dejaban al descubierto unos dedos como alambres: largos, flacos y torcidos. "No es mucho", dijo mientras dejaba ver veintidós céntimos en monedas de uno y de dos. "No, no. No es necesario. No se preocupe", le respondieron con el apuro de la vergüenza y el dolor de la culpa que genera todo juicio. "Yo quiero dárselos porque el payaso dijo que esto es para los niños enfermos, y ya ve, qué más puedo hacer yo". Le recogieron el dinero y lo metieron en la alcancía. A cambio le regalaron una pegatina solidaria que él lució orgulloso en su raído abrigo. Nos miró y se despidió con una brillante sonrisa. Lo vi alejarse. Permanecí inmóvil un tiempo con un nudo en la garganta. ¿Qué está sucediendo en el mundo? ¿Se están invirtiendo los papeles? ¿Se escapan solo unos pocos al egoísmo del ser humano? Me sentí una farsante. ¿Acaso era yo solidaria por estar trabajando de forma altruista en aquel evento? ¡No, no lo era! Yo regresaría a mi casa y a mi sofá cálido. La verdadera solidaridad iba de la mano del hombre de los veintidós céntimos.

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