Contempla uno las crónicas almibaradas sobre la fiesta del ochenta cumpleaños de Mario Vargas Llosa y se queda un tanto horrorizado. Celebrar tus ochenta cumpleaños rodeados de empresarios, expresidentes, políticos y directivos de prensa puede ser entendido como una evidencia de tu gran éxito profesional, pero a un servidor le parece espeluznante: una forma incómoda y falseada de la soledad mientras se aproxima el silencio definitivo. Se aprecia en la fotografía al escritor peruano llevando del talle a la reina del papel cuché, la figura ligeramente consumida, el gesto de asombro congelado de los ancianos, las bolsas enormes bajo los ojos, y lo que se encuentra, en serio, es un fracaso. No creo que los expresidentes del Gobierno, los grandes iguanodontes empresariales o los directores de periódicos de referencia internacional tengan muchos amigos. Creo que tienden a no tener ninguno. A los ochenta años la única fiesta digna de celebrarse es la de seguir viviendo, seguir participando en el prodigio infinito (y tan breve) de la vida, no aquella que resulta de alquilar salones del hotel más caro de Madrid para verse y dejarse ver con gente importante y solo con gente importante, sin excluir, horror de los horrores, a la señora Esperanza Aguirre.

Yo no recuerdo con nostalgia al Vargas Llosa filocomunista, castrista y prorrevolucionario, pero sí lamento el que desapareció en el camino entre el Che Guevara y José María Aznar: el Mario que escribió en los años setenta un estupendo ensayo, Albert Camus o la moral de los límites, donde dejó atrás las idioteces de un socialismo catecuménico para definirse como un socialdemócrata dispuesto a reconocer el potencial político y cívico del liberalismo. Ese Vargas Llosa posible -crítico sin mesianismos a los que agarrarse, progresista, reformista, antidogmático- no duró mucho pero, a mi juicio, representó fugazmente lo que en materia intelectual necesitaba la América Latina de hace cuarenta años y la de ahora mismo. El éxito internacional se transformó en un plato irresistible donde se combinaron lecturas liberales con la mal llamada revolución conservadora de Reagan y Thatcher para una dieta que el escritor se asignó definitivamente. Sí, el éxito puede ser abrumadoramente vulgar. Mejor, mucho mejor lo hizo George Orwell, que empezó también en la izquierda, pero cuando descubrió sus duelos, mentiras y quebrantos -precisamente combatiendo en la Guerra Civil española- no cayó en la cuenta de que debía hacerse un liberal y conquistar ninguna cima social. Orwell encontró que la izquierda mayoritaria en la Gran Bretaña de los años cuarenta se equivocaba y se opuso a ella, precisamente, desde la izquierda independiente y sin dogmas: una doble disidencia que no le llevó a recibir demasiados parabienes desde ninguna de las dos orillas. No celebró su cumpleaños en hoteles de cinco estrellas. Nunca dispuso de tanta pasta. Lo imagino disfrutando de una humilde tostada y de una taza de té mientras miraba el horizonte de tejados oscuros en una mañana gris, y lanzando un suspiro, y poniéndose de nuevo a la máquina de escribir: un hombre decente y solitario al que horrorizaban los expresidentes de Gobierno entre otras muchas cosas?