Nadie, excepto las personas no interesadas en la literatura, puede negar la perfección de esos interlocutores que son los libros. Se leen de forma ininterrumpida y ellos no se cansan. Se les abandona al propio gusto y ni se enteran, ni protestan. Los paseamos por nuestra mente cuando han sido leídos y no lo saben. Somos entonces los lectores quienes ajustamos cuentas con nuestras ideas, con nosotros mismos. Nos persiguen mentalmente fragmentos y anécdotas y frases y palabras que dejan de pertenecer a sus autores y a los personajes. ¿O acaso las voces digeridas de los libros no pasan a formar parte del tejido imaginario de nuevos usuarios? Ahí permanecen, diluidos en una especie de palimpsesto que conforma una "familia espiritual". Tal vez por eso nos despierten antes la admiración aquellos escritores no solo capaces de incitarnos a leer su obra, sino también la de sus escritores favoritos.

Para lectores empedernidos no hay quizás mayor placer que la expectativa de hacerse con libros. Acercarse a la librería se convierte en una auténtica aventura. Difícil en esa visita deslindar lo que queremos obtener y lo que debemos ignorar. Ante la exposición de libros que nos gustaría llevarnos no queda más remedio que elegir. "Mi deseo de posesión", escribe Julio Ramón Ribeyro en La tentación del fracaso, "se dispersa no sobre varios libros posibles sino sobre todos los libros existentes". La adquisición de uno significa, visto así, no un libro más sino muchos libros menos.

Tal vez la lectura nos produzca con frecuencia una sensación parecida a la de escritores que celebran y lamentan a la vez los frutos de su trabajo literario. Escribe en sus diarios Julio Ramón Ribeyro que el año 1964 fue fructuoso para él. Cita las obras que ha conseguido terminar, pero lo que a él le fascina, añade, es la otra cara de la medalla: "Lo que he dejado de hacer, lo que salió mal, lo que no tuvo eco, lo que fracasó. Todas las realizaciones citadas tienen su lado lúgubre".