La Provincia - Diario de Las Palmas

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Aula sin muros

Como una novela

De obra singular, estímulo y placer por la lectura entre adolescentes y jóvenes, puede catalogarse la obra Como una novela, publicada ya hace decenios, por Daniel Pennac, profesor de Literatura de un liceo francés. En ella, además de describir diversas situaciones e historias de lectura entre sus alumnos, enumeraba una serie de derechos de los jóvenes a los que se pretendía iniciar en el gusto por la lectura. Entre ellos estaba el de leer en cualquier sitio, leer cualquier cosa, derecho a releer y derecho a leer en voz alta. Lo de leer en cualquier sitio y en voz alta tiene una historia que instruyó y alimentó la imaginación de adolescentes, jóvenes y adultos de otras épocas. A título de ejemplo insólito, el empresario de la fábrica de puros Montecristo de La Habana mandó que se leyera, en voz alta, a sus operarios que escuchaban historias y aventuras contenidas en novelas mientras, puestos en hilera a lo largo de las mesas, enhebraban las hojas de tabaco y empaquetaban los habanos en las cajas. Lo curioso es que, preguntado el empresario por tan original costumbre, dijo que la copió de su estancia en un seminario y había comprobado que, de esta manera, los operarios rendían más porque, entre otras cosas, dejaban de hablar entre ellos. La costumbre de leer durante el condumio se remonta a los cenáculos y refectorios de los monasterios y abadías en los que un monje leía obras piadosas durante el tiempo de las comidas. Fue un hábito que se mantuvo, hasta la década de los sesenta del siglo pasado, en los seminarios y colegios religiosos. Los internos tomaban la sopa al tiempo que escuchaban de un compañero, elegido por turnos, la lectura de obras permitidas por las autoridades que eran todas aquellas que llevaban impreso, en el reverso de la primera página, las dos célebres palabras latinas de "nihil obstat". Invitaban al recogimiento, quizás una manera de no darle demasiada importancia al placer de los sentidos a través del gusto, pero también de enterarse de que existían poetas como Rubén Darío o nuestro Tomás Morales, santos ejemplares como San Juan Bosco, San Luis Gonzaga y el Cura de Ars o misioneros que predicaban el Evangelio en lugares tan remotos e inimaginables como Alaska o el Congo Belga. Además inoculaban en adolescentes y jóvenes el hábito de la lectura que les acompañó en vida. Tanto que llevó a muchos a robar horas al sueño nocturno y enfrascarse en lecturas que la superioridad llegó a considerar como peligrosas para la moral y las creencias de adolescentes y jóvenes en formación.

Al respecto al que escribe le cercenaron, a tijeretazos, ciertas páginas del Quijote en las que se describían las aventuras de caballero y escudero, una noche, con unas mozas aldeanas en una posada del camino. No se realizaban encuestas de opinión en ese tiempo pero, sin duda, que ofrecerían mejores resultados en hábitos de leer o, al menos en conocimiento de una de las obras cumbres de la Literatura universal. Una encuesta del CIS, realizada en el verano, arroja resultados desalentadores. Ocho de cada diez encuestados responden no haber leído el Quijote y de los dos que lo habían leído, uno no lo había terminado del todo y además ignoraba que, el protagonista, se llamaba Alonso Quijano. Un síntoma no tanto de la supina ignorancia de los encuestados como de los responsables de no incluir en los currículos escolares la obligación de leer e interpretar a los clásicos de la Literatura Universal.

Para no dejar unas generaciones de mujeres y hombres desmemoriados de la historia, el pensamiento creativo y divergente y analfabetos emocionales, urge fomentar en las escuelas, instituciones, asociaciones, en los barrios donde se abren cantinas y se cierran bibliotecas, el hábito por la lectura, que se reconcilien con el libro, que pierdan el miedo a leer. Que cambien, o al menos disminuyan, el tecleo obsesivo de los móviles, apéndice de sus manos y morrales, por las historias, aventuras contenidas en los libros con olor a papel y tinta, donde antaño se guardaba una flor reseca o el débil escrito de un mensaje como recuerdo a una hermosa amistad, un amor incipiente o un beso. Porque el plasma frío de una consola o el más moderno de los smartphones nunca podrán conservar las trazas de una sonrisa o una lágrima. Un libro sí.

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