Andan revueltos los aires por aquello de que se quiere desvestir a un santo para arropar a otro. Con la pretendida determinación de sustituir el nombre del colegio portuario, lo único que se logra es que nuestro castigado país vaya poco a poco perdiendo su historia y sus señas de identidad.

Los antecedentes de la familia Miller llegaron a Gran Canaria de manera accidental. Su meta era establecerse en América, donde parientes y paisanos escoceses estaban enraizados en el comercio, pero durante la travesía al nuevo continente, la embarcación fue embestida por bandoleros que se escondían en el estrecho de la Bocaina existente entre las islas de Lanzarote y Fuerteventura, abandonando a los pasajeros después de robados en las playas majoreras. Con un préstamo se trasladaron a Las Palmas para denunciar su situación y proseguir luego a la localidad de Saint Kitts, en la isla caribeña de San Cristóbal, su destino final. Pero al percatarse los avispados náufragos de las posibilidades que brindaban nuestras peñas atlánticas para desarrollar la actividad mercantil, decidieron quedarse definitivamente en nuestro Archipiélago. Esto ocurría en los albores del siglo XIX.

A partir de su establecimiento, la ciudad dio un giro sorprendente al emprender estos forasteros una nueva estrategia comercial. Era una época en que las islas comercializaban la orchilla y barrilla, los selectos vinos canarios y la exportación de la cochinilla, cuyos productos tenían gran acogida en el mercado europeo, unos géneros que los inteligentes escoceses querían incluir de inmediato en su actividad empresarial. A esta visión de futuro contribuiría la bondad de nuestro clima y, sobre todo, las posibilidades de nuestro excelente puerto en la ruta hacia los tres continentes, especialmente el africano que se encontraba en la trayectoria de la expansión y logística británica. En pocos años, parientes y paisanos de los Miller fueron formalizando en nuestra ciudad sus compañías mercantiles, a las que irían aportando las novedades y los adelantos técnicos que aparecían en Europa. Uno de los primeros productos introducidos fue el carbón, traído de las cuencas carboníferas de Gales y de sus minas de Cardiff, que era imprescindible para la floreciente industria y la navegación.

Puntualizar ahora la influencia de los Miller y la colonia de los "ingleses" en nuestra isla es tarea ardua. La importancia de la densidad de su actividad se refleja a lo largo del siglo XIX, como lo indica que para poder atender sus transacciones existían en Las Palmas dos consulados de Gran Bretaña independientes, uno en la Plaza de San Bernardo y el otro en el Puerto de la Luz, regido por un cónsul general el primero, y un vicecónsul el último.

En la agricultura local tuvieron también los Miller mucha importancia, ya que era un renglón primordial en su comercio. Sus vastas fincas de Las Rehoyas, donde crearon uno de los jardines más bellos de la ciudad y en donde se situaban los populares secaderos del tabaco que producían, dieron a la posteridad el nombre al sector, conociéndose hoy la popular extensión capitalina por la filiación de Miller Bajo. El producto agrícola de sus fincas fue varias veces premiado en las exposiciones que organizaba la Real Sociedad Económica de Amigos del País. Mucha vegetación que hoy existe en Gran Canaria fue traída por esta familia de diversos contornos, especialmente de África y de la isla de Madeira para que sus magnolias, strelitzias y buganvillas fueran floreciendo y arraigando por toda la isla. Los jardines fueron siempre una debilidad prioritaria de los "ingleses", hasta el punto, que el emblemático Parque Santa Catalina lo disfrutamos gracias al anhelo jardinístico de la saga. Los solares que hoy lo albergan pertenecían al patrimonio de la familia Apolinario. Uno de sus integrantes, don Bartolomé Apolinario Macías, funda en la orilla de la playa de Las Canteras el Hospital de San José, en cuya salas se daba asistencia sanitaria a marineros del Reino Unido, y cuya fábrica pudo levantarse con exclusivo caudal inglés. La firma británica contribuía con el suministro gratis de carbón al establecimiento, y a cambio los Apolinario regalaron a los comerciantes las parcelas del entorno de sus oficinas del muelle para levantar los jardines con flores, laureles de Indias y palmeras. Así fue como nació el vergel de la zona que luego, al cabo de unos años, los Miller cedieron el recinto a la Junta de Obras del Puerto y éstos lo transfirieron al Ayuntamiento de Las Palmas de Gran Canaria para que el emblemático y turístico lugar pudiera declarase Parque Municipal y contara con el mantenimiento preciso. De no haber sido así, posiblemente hoy estuviese fabricada en aquella referente zona portuaria una masificada barriada. Otros jardines de los ingleses alcanzaron fama internacional, como el enclave de la hacienda de las Magnolias, en Tafira, llevada varias veces a las postales de la época en las recreaciones turísticas que realizaban los afamados fotógrafos retratistas Ensell y Charles Nanson. Estos recintos florales eran tan cuidados por los Miller, que vigilaban que al jardín del patio de la Catedral de Santa Ana no le faltasen los naranjos tradicionales que hermosean sus parcelas.

Pero no sólo flores y arbustos trajeron los Miller a Gran Canaria. A ellos le debemos la instalación en 1891 de los primeros cien teléfonos que hubo en la ciudad; de los primeros remolcadores; de la primera compañía de agua de abastos y de las instalaciones de la primeras sociedades recreativas, como fueron el Gabinete Literario y el Círculo Mercantil de la Plaza de San Bernardo. Ambas pusieron al frente como primeros presidentes a dos súbditos ingleses, y en las dependencias de esta última se instalaron, además, las primeras representaciones diplomáticas de medio mundo, con consulados tan curiosos como el de Hawái, Turquía y el reino de Persia.

La figura de Tomás Miller Wilson, que es el que da nombre a la calle portuaria y al colegio de la zona que ahora se quiere rebautizar, había nacido en el corazón de la calle mayor de Triana en 1857, en donde su padre tenía el gran comercio. Sin haber perdido nunca la flema británica de sus genes, también poseía la socarrona idiosincrasia canaria. Se sentía isleño por los cuatro costados y su amor por la isla fue siempre inquebrantable. No había que olvidar que la serie de variadas empresas que regentaba su familia daba trabajo a más de las tres cuartas partes de la población insular. En sus numerosas oficinas los canarios ejercían los cargos de contables, encargados, cajeros, etc; en los almacenes del puerto, otro crecido núcleo de ciudadanos de La Isleta atendían los suministros de las carboneras, las gabarras y las mercancías. En las numerosas fincas distribuidas por la Isla, los isleños de sus pagos se cuidaban de las plantaciones y de recolectar los frutos. A su gran comercio de la calle mayor de Triana, cuyo edificio que aún subsiste es una muestra de la mejor arquitectura de la zona, sus empleados eran todos isleños, solían acercarse vecinos desvalidos en busca de socorro y en cuya casa fueron muchas las ocasiones que en sus patios se dispusieron de comedores para alimentar a tantos infelices. En definitiva, las industrias de los Miller fueron durante décadas el engranaje de las principales actividades que se desarrollaban en la población en la cual giraban los componentes de todas las clases sociales grancanarias.

Durante la gran guerra mundial del año 14, las empresas de los Miller sufrieron, como todas las demás, grandes quebrantos. Muchos miembros de la extensa familia, que también regentaban sucursales de sus negocios en Inglaterra, optaron por marchase definitivamente al Reino Unido, pero don Tomás, el canarión, no quiso abandonar la isla porque sabía, que de hacerlo, dejaba en el mayor desamparo a miles de conciudadanos. En el empeño de seguir mantenido abiertas todas las divisiones de sus variados negocios continuó proporcionando empleo a numerosas familias isleñas, tanto obreras como las llamadas de clase media, gracias a cuyos salarios muchas de ellas pudieron subsistir. No debemos de olvidar que también jugó esta familia un papel importante en la sanidad insular gracias a sus barcos y sus contactos. En las frecuentes pandemias y enfermedades y, sobre todo durante la devastadora tuberculosis de las primeras décadas del pasado siglo, el auxilio que prestaron los Miller al mediar con sus medios navieros fue importante y muchas tragedias, males y enfermedades tuvieron remedios y mejorías con la colaboración de esta familia, especialmente con la que siempre dispensaba el generoso don Tomas Miller, "el inglés", al que ahora se le quiere despojar de su recuerdo. La calle que lleva su nombre no se timbra por casualidad. Fue en reconocimiento a su entrañable amor a Gran Canaria, a su desprendimiento generoso y magnánimo con sus paisanos, y a quien se le destrozaba el alma cuando observaba que muchos habitantes de la isla se morían de hambre por no tener nada que llevarse a la boca.

Como era soltero, solía decir con su peculiar gracejo isleño, que no se había casado porque eran muchos los hijos a los que tenía que vestir, educar y alimentar.

El bueno de don Tomás murió el 15 de enero de 1930. Su féretro llegó al cementerio rodeado de artesanos y obreros, quienes desde su salida de la casa mortuoria se disputaban el honor de cagar el cuerpo del hombre que nunca les había vuelto la espalda.

Ante la humanitaria figura de don Tomás Miller Wilson, el canario nacido en Triana, el pueblo agradecido tiene que quitarse el sombrero.