Apesar de que la Biblia diga que "en esta vida hay que conformarse con lo que se consigue" y que "cada cual debe estar contento con lo que tiene", no cabe duda que aunque tener muchas cosas no da la felicidad, todos los seres humanos albergamos en el alma deseos de crecer y no por ello es un sentimiento negativo sino todo lo contrario. Mi padre, manteniendo con firmeza tal pensamiento último, con sus cuatro hijos aún muy pequeños, tomó la decisión de comprar un coche para pasearnos por el campo e ir de picnic, para vernos corretear plenos de júbilo. Eran los años de la posguerra y la economía en mi casa no era precisamente boyante, aunque mi progenitor siendo ya el habilitado del Ministerio de la Vivienda (hasta su fallecimiento), hizo que viviéramos francamente bien. Comprar un coche en esos difíciles años era hartamente difícil, así es que aprovechando que un amigo vendía su coche, mi padre, más feliz que una perdiz, vio la ocasión que esperaba y ni corto ni perezoso lo adquirió a tocateja, sin probar antes cualquier defecto que tuviera.

Nada más llegar a casa, su primera reacción fue meternos a todos en el coche, incluida mi madre que preparó rápidamente unos bocadillos para saborearlos en el campo. Dentro del auto, ya en el paseo, los niños cantábamos y nuestros padres reían encantados con tanta felicidad, hasta que el cochecito de marras de pronto hizo ¡¡craaaack!!, parándose en seco y no yendo hacia delante ni hacia atrás, nada, quieto como un trono de Semana Santa. El silencio de todos se hizo sepulcral, mientras nuestro progenitor con cierta calentura escarbaba en el interior de la máquina sin hallar la avería. Y ahí estaba el hombre, en la vía, con la sangre rebelada a punto de desencadenar una tormenta y mi pobre madre, del susto, sin movérsele una pestaña. Así llevábamos un buen rato parados y con un jilorio tremendo, cuando pasó junto a nosotros otro vehículo con el motor acelerado y cuatro jóvenes en su interior, quienes desde su ventanilla gritaron a mi santo padre, "¿no querías fotingo? ¡¡Pues toma fotingo!!", dejando a mi viejillo con una enorme sensación de descontento y casi vergüenza.

Afortunadamente, al poco, alguien misericordioso llegó hasta nosotros arreglando en un tris-tras la avería y continuando todos hacia el picnic, mientras cantábamos felices, "estando el señor don gato sentadito en su tejado, marramamiau, leo lao". Por suerte el cochito de segunda mano salió bueno, pero mi father, desde que pudo, se compró a estrenar un reluciente Panard color turquesa que paseaba orgulloso y sin miedo al "¡¡¿no querías fotingo?!!" . Frase que le llegó al alma hasta el punto de que con el peso y el paso de los años, aquella "grave ofensa" siempre la recordó. Y es que para comprar algo de segunda mano hay que atenerse a las consecuencias. Ay, Señor, qué cosas?

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