Veo a un pibe con un pañuelo con los colores de la bandera republicana al cuello y siento como una fragancia de vaga simpatía. En un ambiente abrasivo por la incapacidad de los partidos, la parálisis institucional, el paro y el empobrecimiento y una galerna de corrupción (por cierto: José Manuel Soria sigue sin dimitir) que no parece que tenga tendencia a remitir, ¿cómo no solazarse un poco con el recuerdo tramposo de la República? La República como bienaventurada antítesis de todo lo que está ocurriendo. Es un poco gracioso, porque si se lee a los que vivieron la experiencia republicana una de las más aireadas denuncias es, precisamente, la de la corrupción política y la venalidad -y la banalidad- entre los altos cargos. Solo hay que releer los artículos de Julio Camba -inicialmente muy prorrepublicano- sobre el desorbitado enchufismo de los nuevos partidos en el poder. O recordar el escándalo del estraperlo, que hundió definitivamente la ya quebrantada reputación de Alejandro Lerroux y supuso el principio del fin del Partido Radical, reducido a la nada en la siguiente (y última) convocatoria electoral. ¿Y cómo omitir si se mantiene una mínima ecuanimidad escándalos como Casas Viejas o esa pequeña trifulca que se llamó la Revolución de Asturias en 1934? Lo cierto es que las derechas no admitían otro régimen republicano que el que sirviera para proteger sus intereses de clase mientras para la mayoría de las izquierdas la república solo era una estación en el camino hacia la revolución socialista o anarquista. Solo eso y nada más. La República estaba sola y los republicanos, don Manuel Azaña mediante, eran realmente cuatro gatos rodeados de espadones africanistas, jóvenes émulos del fascismo, revolucionarios iluminados y anarquistas con cabeza de chorlito.

Carece absolutamente de sentido agitar la bandera tricolor frente a los duelos, quebrantos y escándalos de la España de 2016. La II República no fue precisamente una experiencia política ejemplar, y espero que ningún tarado crea entender aquí la más escondida justificación al criminal golpe de Estado que la aniquiló hace ochenta años. Si se entiende que es imprescindible una reforma sistemática del modelo de convivencia democrática, un proyecto institucional de novísima planta, habrá que imaginar, construir y consensuar una nueva república con unos nuevos símbolos y ritos. Pero siempre resultará conveniente advertir que cuando se alcanzara esa tierra prometida los hombres no serían más beneméritos, la corrupción no desaparecía rápidamente, no acabaría súbitamente la violencia machista, y el desempleo y la desigualdad no mermarían pasmados y obedientes a las indudables buenas intenciones de los flamantes repúblicos.