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Javier Durán

Entre el diagnóstico y la duda

El modelo duralex basalto de Soria ha sucumbido abruptamente, solo inextinguible para las facultades y centros de estudios políticos, que desde ayer tienen a su disposición una casuística de cómo autorreventarse una carrera política de la manera más chusca y torpe. Nada más entrar su cadáver exquisito en la morgue de la dimisiones se disparó una realidad subrepticia: el exalcalde, expresidente del Cabildo, exvicepresidente del Gobierno y exministro carece de autocontrol y se lanza a explicar su paraíso fiscal de la misma manera que el caso salmón o las facturas del hotel de Punta Cana. Primer error: Soria minusvalora el poder de la investigación inmisericorde que está a punto de retorcerle su pescuezo. Él dice que se sobreexpuso. Yo creo que elevó el riesgo de su chulería habitual.

La segunda píldora incorporable al manual de la politología recae, sin lugar a dudas, en su intento bochornoso de travestirse en un anciano de las preferentes. Un individuo con las facultades mermadas al que un tiburón de las finanzas le obliga a firmar contratos y más contratos sin saber muy bien lo que allí se recoge. Soria da al menos cinco versiones sobre su implicación, pero todo envuelto en un único paquete: un autómata sustrajo su personalidad y autorizó acuerdos mercantiles innombrables para un técnico comercial del Estado. A la desesperada, la acusación velada de que estaba siendo víctima de una conjura auspiciada por un consorcio internacional de informadores. ¡Periodistas, caterva de mamarrachos!, seguro que llegó a pensar en su introito, entendido como esa cavidad suya rellena en dosis iguales de la soberbia y la altanería que le da el punto de su educación British.

Pero hace falta algo más para mandar una carrera política desigual al cubo de la basura en poco menos que una semana. Sean despilfarradores en sus sentimientos, pese a ser Soria el objeto, y no rehúyan esta lamentación sobre el disparadero ruinoso en que se nos ha puesto el prócer, casi una autoinmolación conducida por un error tras otro. Tan es así que él mismo, en su escrito dimisionario, reconoce que actúo de la misma manera que un bebé con botas de montar a caballo, a tropezones y con explicaciones que se convertían en confusiones. Tercera estupidez, pues: la brasa de la corrupción, el feroz clima de indignación contra los negativistas de la tributación, arrasa, exige justicia y clama a favor del castigo. Ni Rajoy, tan dado a estirar el chicle de la última oportunidad, resistió más de lo necesario con el machete en posición horizontal. Quizás Soria pensó en la confianza infinita de su presidente. Quizás pensó en su pasividad ante Camps. Quizás pensó en su ambigüedad con Rita... Quizás un día sepamos algo sobre la hora en que el ministro de Industria vio caer sobre su lomo el dedo acusador de Rajoy... Quizás quiso creer que él recibiría una manta de pelo de camello hasta que escampase el temporal, pero no ha sido así. Aún le queda la posibilidad de fantasear con el futuro: siempre ha admirado el regusto diplomático, y aún cabe una consolación del César en este sentido, y en el eclipse de este gobierno en funciones pero con la olla a punto de estallar.

El jefe del PP es fanático del negro que no es negro y del blanco que no es blanco. ¿Qué es la familia? Ahí está una y otra vez su voz sobre una empresa familiar fundada por su padre, llevada entre luces y sombras junto a un hermano, Luis, que parece dirigir su olfato al maná más accesible: el viento, el petróleo, el estudio, la valoración, el informe... Vamos a ser claros: hay una verdad que Soria no ha querido explicar, e incluso se ha permitido el lujo de ser un tonto de remate para desgracia de su carrera política. Demasiado para un lince de su apostura. Es otra teoría, y debe ser Hacienda (Montoro, Cristóbal) la encargada de averiguar al respecto de la duda.

Aquí, como siempre, a la espera de más y más papeles de Panamá, y por supuesto que mosqueado por tanta y tanta torpeza.

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