La Provincia - Diario de Las Palmas

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Aula sin muros

Señoras, señoritos y chicas del servicio

Hace pocas semanas se conmemoró uno de los tantos días internacionales o mundiales del año que pasó desapercibido para la mayoría de la población y los medios. El 30 de marzo de 1983 se celebró, en Bogotá, el Primer Congreso Latinoamericano de Trabajadoras del Servicio Doméstico. Los países presentes acordaron unir sus esfuerzos por defender los derechos y el trabajo digno de millones de mujeres explotadas en el trabajo doméstico en países sudamericanos y el Caribe y establecer el 30 de marzo como día internacional de las mujeres empleadas en el trabajo doméstico. En algunos de esos países a las mujeres que trabajan en casas ajenas en tareas del hogar se les llama mucamas, fámulas o cachifas. Nada ajeno a nuestro entorno cuando, hasta no hace mucho tiempo, a las mujeres que servían en las casas de la llamada "gente rica" se les llamaba criadas. Luego, en un intento de elevarles el rango de fregadoras de pisos, recaderas o cuidadoras de niños para que sus llantos no despertaran, por las noches, a los señores de la casa, se les comenzó a llamar "chicas del servicio". Más tarde, ya reconocidos ciertos derechos y a sabiendas de lo poco afortunado del término en cuanto podía atentar contra la dignidad de las mujeres, se les comenzó a llamar empleadas del hogar. A peores escarnios fueron sometidas, tiempo atrás, cuando eran juguetes de la carne, "criadas para todo", de señoritos endomingados de misa y comunión dominical. Así viene retratado, por ejemplo, en la excelente película Los Santos Inocentes, basada en la novela de Miguel Delibes, dirigida por Mario Camus y genialmente interpretada por los actores Paco Rabal y Alfredo Landa y la actriz Terele Pávez. Legiones de mujeres isleñas se vieron forzadas, durante muchos años, a servir, la mayoría como internas, en casas de nuevos ricos o gente de alcurnia de las capitales, sus casas de campo o en los platanares y fincas de frutas, la floresta, jardines y fuentes con amorcillos de sus casonas en pueblos y ciudades de las islas. El perfil respondía a hijas de familia numerosa, con muchas bocas que dar de comer, de zonas rurales o depauperadas, olvidadas de toda promoción cultural y social.

En algunos casos, todavía adolescentes, educadas en casas de acogida por instituciones, debido a los peligros que suponía convivir en familias de baja extracción o exclusión social. Hubo quienes, todavía sin cumplir la mayoría de edad, salían del internado y se les enviaba a servir en casas de familias adineradas pertenecientes a ciertas organizaciones en cuya obra de méritos se cuenta tener una religiosidad católica a prueba de los peligros de la nueva teología progresista y curas obreros, sin tantas ataduras a los dogmas, colegios de élite y cargos políticos a nivel de las más altas instituciones públicas con poder de elaborar y aplicar leyes. Las antiguas criadas, sin apenas horizonte de un mejor futuro, recibían la paga mensual acordada, vacaciones, mejor dicho permisos, a discreción de sus amas (por regla general eran las señoras de la casa las encargadas del personal a su mando y cargo) y un día o tarde libres a la semana. Al respecto se creó un estereotipo dibujado en historietas de tebeos y chistes de chica vestida con traje, delantal y cofia paseando con un soldado raso, nada de galones o estrellas. La moda llegó a series televisivas y películas de bajo presupuesto y peor calidad en las que las criadas, vestidas de uniforme, respondían, raudas y con la cabeza gacha, a la llamada del señor de la casa con la palabra "señorito" y uno de sus ratos de asueto, domingos y festivos lo dedicaban a la obligatoria asistencia a una de las primeras rezadas misas del día a la que no asistieran las señoras y sus hijas. Esto si no, que también las había, el párroco o un cura amigo de la familia dijera la misa en la capilla construida en los jardines de sus mansiones e inmensas propiedades. En peor situación, si cabe, estaban las mujeres maduras que ingresaban de internas a servir en las casas. Lo más probable es que fuera mujer joven, viuda con perentoria necesidad de subsistencia para ella y sus hijos a los que dejaba a cargo de su familia extensa o, con una cuña, en un internado. Ella, previas referencias, entraba de interna a servir, junto a otras de su clase. Había señoras que las trataban con la dignidad que les dictaba su fe y prácticas propias de un Catolicismo de élites: bonhomía en el trato personal, paternalismo y la compasión de la Caridad Cristiana. Había otras más déspotas que las hacían llorar por las noches y, si no resistían, estaban dispuestas a cambiar de casa donde encontrar unos amos más comprensivos. Inútil intento, muchas de las veces, porque se exponían a que las referencias que llegaran a la nueva casa no fueran buenas y aguantaban hasta encontrar una ocupación alternativa aunque, como se decía, no fuera a la sombra.

Los cambios sociológicos ocurridos en la década de los setenta, la llegada de la democracia y, sobre todo, el dinamismo social merced al impulso de diferentes agentes sociales, personas relevantes de la nueva política, instituciones y reivindicación de los sindicatos han sido determinantes para la creación de leyes en el marco de las relaciones laborales que dignifican el trabajo doméstico como una prestación de servicios con derechos y obligaciones para empleados y patronos. Sobre todo liberó a las mujeres de su condición de casi parias, al margen de derechos aceptados y en vigor para el resto de los trabajadores y trabajadoras por cuenta ajena. Además que las liberaron del capricho de sus amas y señoritos de antaño que disponían de sus vidas y que, solo en los casos que tenían la suerte de dar una casa de trato digno y ayuda para ellas y sus hijos, que también las había, hicieran bueno el refrán de que "el que a buen árbol se arrima buena sombra le cobija". Una manera, para los unos, de vivir con la conciencia tranquila de que estaban haciendo un bien y la resignación, aquiescencia obligada, de las que sabían que no les esperaban otro porvenir que subsistir y seguir siendo pobres.

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