El silencio se ha convertido en algo extraordinario. Resulta maravilloso cuando desde muy lejos, durante unos días de descanso en un lugar apartado, se oye solo el eco del ladrido de cualquier perro. En la vida ordinaria no hay forma de protegerse del ruido, de su asedio. El ser humano es un hacedor de ruidos. Estar en el ruido es la consigna y símbolo de la vida y lo actual, lo que pesa y acredita. Hay que mostrarse tolerantes con los ruidosos, se da por hecho, y compasivos con quienes temen la soledad. El silencio, se supone, pertenece al reino de los muertos.

No hay manera de escapar de los ruidos, piensa también el silenciero, protagonista de la novela homónima de Antonio Di Benedetto. En este libro de excelente sobriedad estilística se narra su obsesión por eliminar el ruido que lo persigue. Su búsqueda de silencio se vuelve objeto de locura. Incluso su amigo íntimo le reprocha sentir ruidos metafísicos que alteran su ser. Es un incomprendido, cuando en realidad su lucha consiste en pretender vivir la propia vida y no la vida ajena, impuesta. Le ocurre como al poeta de un breve cuento que se narra en esta novela. El poeta vive entre la casa de un herrero y la de un calderero. No logra concentrarse. Martirizado por los ruidos de ambos, les da dinero a los dos para que se muden. Ellos aceptan y cumplen: el calderero se muda a la casa del herrero y el herrero se instala en la casa del otro.

Antonio Di Benedetto cuestiona, en el fondo, la mundanidad superficial y la noción de comportamiento irreflexivo casi programático. Transigir y aliarse con el mundanal ruido, parece insinuar, implica perder la propia marca de agua. Es una rendición que se traduce también en términos de lenguaje. "¿Le agradó mi fiesta?", preguntó al silenciero el dueño de la casa donde estuvieron el día anterior festejando. "Sí", contestó el primero, que acudió por obligación. "Pero él y yo notamos que no era suficiente y solo entonces redondeé un conformismo", añade. "Sí, mucho", terminó diciendo. Sabía que consumaba así su derrota.