La Provincia - Diario de Las Palmas

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Las siete esquinas

Neurosis contemporánea

Hace poco, un corredor de la maratón Vía Verde, en un pueblo de Castellón, murió mientras participaba en la carrera. Otro corredor murió al terminarla, nada más llegar a su hotel. Y otro más está muy grave, ingresado en un hospital. Uno de los muertos tenía 57 años, el otro, 45, y el corredor hospitalizado es un bosnio de 65 años. Los organizadores de la carrera están consternados. "La tragedia se ha cebado en unos corredores experimentados", han dicho en un comunicado. El ayuntamiento del pueblo, por su parte, ha decretado dos días de luto oficial.

Que dos corredores mueran durante una maratón es una tragedia, sí, pero sólo para sus familias y sus amigos y los demás corredores que corrían con ellos, porque un final así entra dentro de lo previsible, por muy doloroso que sea, y sobre todo cuando uno tiene ya cierta edad. Repito que uno de los corredores tenía 57 años y el otro 45, mientras que el hospitalizado tiene ya 65 años, una edad sin duda provecta (y sé lo que me digo porque me voy acercando a ella). A estas edades, correr una maratón es una actividad arriesgada que puede terminar muy mal. Y además, es lógico pensar que esos corredores muertos, que amaban las carreras y que debían de estar muy orgullosos de lo que hacían, no habrían considerado ninguna tragedia morir haciendo lo que querían y en circunstancias nada desagradables (la familia y los amigos lo verán de otro modo, claro está). "Oh Señor, dad a cada uno su muerte propia, el morir que se desprende de su vida", suplicaba Rilke en El libro de las Horas. Y para un corredor, no puede haber una muerte más propia que morir participando en una carrera.

Se mire como se mire, cada vez nos resulta más difícil asumir la idea de la muerte. Y no sólo la idea de la muerte, sino la de cualquier circunstancia que resulte adversa o amarga o desagradable. Y así, hay muchos padres que se niegan a hablarles a sus hijos no sólo de la muerte, sino incluso de las enfermedades, por miedo a traumatizarlos o a causarles una herida psíquica incurable. Esos padres viven obsesionados con crear una muralla que aísle a sus hijos de toda irrupción de la vida real (aunque los hijos, como es natural, acaben poniéndose enfermos a causa de una gripe). Y también hay padres -quizá los mismos- que intentan ocultar a sus hijos todas las circunstancias negativas que puedan surgir en sus vidas, empezando por las separaciones o los divorcios (incluso los suyos propios), o las malas noticias, o incluso los problemas laborales más inmediatos. Y así engañan a los niños diciéndoles que su padre o su madre se han ido de viaje, o están "trabajando en otro sitio", o no pueden verlos porque su trabajo reclama toda su atención y ya no les queda tiempo libre.

Estos padres o familiares candorosos no se dan cuenta de que engañar así a los niños es lo peor que les pueden hacer. Porque los niños pueden entender muy bien que sus padres se hayan separado o se hayan quedado en paro, pero lo que esos niños no podrán entender jamás es que no puedan ver a su madre o a su padre porque se han ido de viaje (y sin despedirse, además), o porque están trabajando, o por cualquiera de las torpes excusas que se les dan. Tengo la impresión de que estos padres obsesionados con la idea de no traumatizar a sus hijos suelen ser los mismos que desconfían de las vacunas y que prefieren la medicina natural -la homeopatía, las tisanas, los remedios naturales- antes que los tratamientos médicos "convencionales" y los medicamentos fabricados por los laboratorios. Y estos padres acaban obligando a sus hijos a vivir en una ocultación constante de la realidad, que al final sólo consigue dejarlos indefensos ante el más mínimo contratiempo o la más mínima adversidad. Y aunque no nos guste oírlo, hay muchas opciones políticas que se inspiran en este terror neurótico a enfrentarse con los hechos desagradables -e inevitables- de la vida.

Lo extraño es que las actitudes así -las que enmascaran todo lo que pueda ser desagradable o doloroso- tienen cada vez más adeptos, mientras la realidad diaria se va haciendo cada vez más dolorosa y más desagradable. Los ricos no están dispuestos a perder ni un solo céntimo, como demuestran las revelaciones de los papeles de Panamá, mientras que las condiciones laborales empeoran día a día y las perspectivas se vuelven cada vez más negras. Pero muchos de nosotros, y encima los que se creen más avanzados y más progresistas, se empeñan en cerrarles los ojos a los niños para que no perciban nada a su alrededor que pueda resultarles incómodo, amargo o doloroso. Y por la misma razón, los organizadores de una maratón se niegan a aceptar que la muerte de dos corredores ya maduros pueda ser un hecho de lo más natural, por duro que resulte aceptarlo. Está visto que seguimos empeñados en vivir de espaldas a la realidad. Ésa es nuestra peor neurosis contemporánea.

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