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Música Sociedad Filarmónica

Una gran voz baritonal y un refinado pianista

La liederabend (noche de canciones) es una inmersión en la forma que más bellamente funde poesía y música, voz y piano. Muy escasa en la programación cultural canaria, cada nueva ocasión renueva el deseo de frecuentarla como ritual purificador. El barítono Edwin Crossley Mercer tiene una voz de alta calidad, grande y noble. Es más operística que liederística, pero sabe hacer canción en las coordenadas insuperables de la escuela alemana. Tiene momentos de emisión rígida o de escasa versatilidad colorística, pero interpreta con excelencia, sincero y entregado. La Sociedad Filarmónica nos ha hecho el regalo de un artista joven que sube como la espuma en el panorama internacional. Junto a él, un verdadero pianista de lied, Jason Paul Peterson, formidable en la fusión con la voz, en los planos dinámicos y en la expresividad.

Abrió programa el más genial de los ciclos de Schumann, Amor de poeta Op. 48, y ambos estuvieron magníficos en la diversidad de carácter de dieciséis poemas de Heine modulados con estilo coherente y rico en acentos complementarios: desde la intimidad susurrada en divagaciones vecinas del silencio hasta las potentes afirmaciones de tormento y entusiasmo amatorio. En uno de los más famosos, el numero 7 Ich grolle nicht (No te maldigo) eludió el cantante el agudo optativo porque su tesitura arranca del grave rotundo de un bajo-barítono y no arriesga el falsete en alturas de baritenor. En los números 10, 11 y 12 consiguió atmósferas muy sutiles y las canciones finales ratificaron el poder de una voz generosa para la dramaticidad operística.

La segunda parte comenzó con dos canciones de Schubert, solemnemente fúnebres y dramáticas, entendidas a la perfección. Admirables las vocalizaciones pianísimo de Oh, quand je dors, de Listz, y aún crecieron la temperatura y la tensión interpretativa con Träume (Sueños), el último de los WesendonckLieder de Wagner (un Kurwenal de este barítono puede ser glorioso). No tuvieron los dos títulos del francés Duparc la dosis conveniente de "lánguida sensualidad", pero sonaron idóneamente tres famosas canciones de Debussy. Las dos finales, de Richard Strauss, grandiosas y en el tope de la perfección. El pianista tocó a solo sendas páginas de Liszt y Debussy, con musicalidad intachable. Y hubo dos bises descompresores: Strangers in the nigth de Sinatra y Mattinata de Leoncavallo. El público no quería irse.

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