Hace 30 años, yo tenía 17 y encaraba los últimos exámenes de COU con vistas a la selectividad. Ni se me pasaba por la cabeza que aquel día se promulgaba una ley que iba a marcar la vida de nuestro país. Un gobierno socialista liderado por Felipe González y con Ernest Lluch al frente del Ministerio de Sanidad, daba a luz a la Ley General de Sanidad (LGS).

La LGS se basaba en tres pilares: el primero estableció la universalidad del servicio, todos los ciudadanos empezaron a tener derecho a recibir tratamiento y visita médica, no solo los que cotizaban a la Seguridad Social, como había sido hasta entonces. El segundo reforzó la cohesión estructural a través del Sistema Nacional de Salud (SNS), el organismo encargado de coordinar las distintas redes asistenciales que habían funcionado de forma inconexa. Y el tercero impulsó una descentralización que permitió a las Comunidades Autónomas organizar y desarrollar sus servicios sanitarios públicos.

En paralelo, y de forma casi inexcusable, la Ley estableció que la sanidad pública pasaba a ser financiada por los impuestos que todos pagábamos a través de los Presupuestos Generales y no desde la Seguridad Social.

Por tanto, la LGS puso las bases sobre las que se construyó un sistema de salud universal, público, de calidad, de acceso gratuito y coordinado, a la vez que establecía que la política de salud debería estar orientada a la superación de los desequilibrios territoriales y sociales, convirtiéndola, así, en una potente herramienta de justicia social.

Por el camino hemos tenido el paréntesis del Real Decreto 16/ 2012, una norma que rompía el consenso social en torno al modelo que durante tantos años había funcionado, que expulsaba de la asistencia sanitaria a cerca de un millón de personas y que algunas Comunidades Autónomas hemos eludido imaginativamente para seguir respetando la universalidad de la atención sanitaria.

Es difícil apreciar lo que se tiene desde hace tantos años, lo que no se sabe ni cómo ni por qué se consiguió, lo que se supone un derecho innato. Por eso es importante reflexionar hoy sobre lo que nos ha aportado esta Ley, el saberse con derecho a asistencia sanitaria de calidad fuera cual fuera nuestra cuna, estuviéramos donde estuviéramos en nuestro país, fuéramos activos o desempleados, nacionales o extranjeros, pobres o ricos.

Hace 10 años aproximadamente, ejerciendo mi profesión operé una madrugada a un paciente de un hematoma cerebral, hasta aquí es un relato habitual. El paciente era subsa hariano, había llegado unas horas antes a Lanzarote en patera y, por su mal estado de salud, fue trasladado al Hospital General de Lanzarote y de allí al Hospital Universitario de Gran Canaria Dr. Negrín. Nadie preguntó por sus cotizaciones ni por su tarjeta de crédito, no se reparó en el color de su piel, ni en su procedencia. Era una persona que estaba entre nosotros y requería asistencia sanitaria. Esto que nos parece tan natural no lo es en otros países.

30 años después nuestro modelo ha sido reconocido por su grandeza y el SNS está considerado como uno de los mejores a nivel mundial. Quiero en este punto hacer un reconocimiento al papel que han jugado en estos 30 años los profesionales del SNS. No me cabe la menor duda de que sin ellos no hubiera sido posible; su compromiso, su vocación por el servicio público y su recato en las pretensiones salariales contribuyeron a que el milagro fuera posible.

Hoy estamos de celebración, ya que la LGS cumple 30 años. Para muchos, solo los acontecimientos recientes nos han hecho ver la joya que teníamos en el cajón y ahora nos toca sacarla y darle lustre, luchando para su plena vigencia.

(*) Consejero de Sanidad del Gobierno de Canarias