Son muchas las acepciones que se les dan a las personas que no han podido dominar su afición al alcohol: borracho, alcohólico, cuba, ebrio, borrachín, mamado, etcétera, y por regla general pronunciadas despectivamente y con un lenguaje falto de información que azota en la cara a quien las oye. El aire o el viento no acolchan los sonidos y esas palabras llegan a nuestros oídos como balas en la misma dirección.

Lo que voy a relatar sucedió en una conversación con un señor que dejó pasar la oportunidad de tener la boca cerrada. Éramos varios matrimonios en una cafetería intentando pasar una tarde agradable, hasta que cruzó por nuestro lado un señor mayor (desconocido para mí), de notable elegancia pero de aspecto desmejorado, que saludó cortésmente. Iba acompañado de otro hombre más joven que se paró a saludar a uno de nuestros amigos, mientras el anciano acudía a coger mesa. Sin ninguno de los presentes preguntarle, comenzó en voz baja a largar tal serie de improperios hacia el que creíamos su amigo que, al menos a mi mente, la obligué a pensar en otra cosa tratando de mantenerme calmada.

Su desprecio hacia estos enfermos rebasaba todos los límites y en ningún momento afloró en su boca la misericordia hacia aquella decaída persona. Servidora, en un golpe de sangre de los míos cuando veo y oigo injusticias a mi alrededor (lo que me ha llevado a algún que otro disgusto), le pregunté que por qué entonces salía con él si le era vergonzosa su compañía, contestándome que "sólo de vez en cuando, porque cuando está borracho es muy chistoso y lo paso bien". Si me está leyendo ahora (dijo que me lee todos los martes), supongo que estará crispado recordando mi "intromisión", pero servidora, incapaz de disimular tal osadía y falsedad, le pregunté que si su padre hubiese sido ese señor le habría gustado que fuese burlado y criticado de esa manera tan cruel, y en público.

Inmediatamente en sus ojos vi un relámpago de ofensa, pero aun así continué tenaz en mi pregunta. Desencajadas sus facciones, respondió, poniendo al descubierto su irritabilidad, que "su progenitor jamás bebió porque había sido un caballero". "Caramba - le respondí-, ahora me entero de que los caballeros no beben y no enferman nunca de esto, porque, ¿sabes?, tu amigo me parece un caballero, afectado, a quien hay que prestarle ayuda, respetarle y no reírse de él". La verdad es que me sentí muy mal con esta conversación, pero para el alivio de mi alma fue como una bocanada de aire fresco. Con gesto nervioso se despidió del grupo, mientras mis amigos quedaban anonadados, pero aceptando mi comportamiento mientras reían ante mi salida de que "ya había perdido un lector". No pregunté si hice bien o mal porque me daba igual, ya que siempre he luchado y defendido a estas personas débiles que, aunque no lo parezcan, pueden ser más honorables y mejores que nosotros, y estas malsanas críticas no solucionan precisamente el problema. Ay, nuestra condición humana...

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