Presiona ya hacia el final de su mandato el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, para que los europeos firmen con Washington el Tratado de Comercio e Inversiones, al que existe fuerte oposición popular a ambos lados del océano.

Como siempre, ese tipo de acuerdos entre bloques comerciales lo justifican los gobiernos por el crecimiento económico que auguran, los cientos de miles de puestos de trabajo que ayudarán supuestamente a crear sin que se diga nada de la calidad de los mismos, ni de las nuevas condiciones laborales, cada vez más precarias, que posibilitarán.

Se intenta ocultar a la opinión pública el hecho de que casi siempre esos tratados suponen una merma no sólo de los derechos de los trabajadores, sino de los ciudadanos y consumidores en general por afectar negativamente a las normas medioambientales o al llamado principio de precaución en cultivos y alimentos.

El TTIP, como otros tratados de su clase ya firmados, refuerza el poder de las multinacionales, guiadas sólo por su afán de lucro en interés de sus accionistas, frente a las legislaciones nacionales, lo que supone un ataque directo a la soberanía de los pueblos.

Eso es lo que explica que en muchos países la gente haya salido a la calle como ha ocurrido últimamente en Hannover para protestar contra lo que se percibe como una amenaza a la democracia y sus instituciones.

En Alemania, en concreto, se ha criticado muy duramente al socialdemócrata Sigmar Gabriel, vicecanciller y ministro de Economía, de quien muchos no esperaban una defensa tan entusiasta de un tratado al que se oponen muchos de sus correligionarios.

El hecho de que el TTIP lo hayan negociado en secreto Washington y Bruselas y de que en su redacción hayan ejercido una fuerte influencia, según se ha podido saber, las organizaciones del mundo empresarial, ha contribuido a aumentar los recelos de sindicatos y las ONG defensoras de los consumidores, del medio ambiente y de la ciudadanía en general.

Se dice que todo ello es lo que exige la globalización, ese proceso del que se nos aseguró que traería beneficios para todos y que ayudaría a nivelar el mundo cuando, como estamos viendo, se está cargando poco a poco el Estado de bienestar.

Cada vez más personas cobran conciencia de que el libre comercio no hace sino aumentar las privatizaciones de servicios públicos, rebajar los estándares laborales y recortar los derechos de los trabajadores, sacrificados siempre en aras de una competencia cada vez más feroz entre países.

No es de extrañar pues que en una nación exportadora como Alemania, donde un gobierno socialdemócrata -el de Gerhard Schroeder- decidió en su día aplicar duras reformas laborales para hacer más competitiva su economía, que otros han tratado luego de imitar, no hayan dejado de crecer las críticas al libre comercio.

Como también se explica el auge que han cobrado en los últimos años tanto en ese país como en otros los movimientos y partidos nacionalistas y euroescépticos. Los gobiernos juegan fuego al negarse empecinadamente a reconocer las preocupaciones de los perdedores de eso que tan alegremente llamamos "globalización".