La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Aula sin muros

Los trabajos y los días

La construcción de las nuevas fábricas en las ciudades a lo largo del siglo XVIII originó un empeoramiento de las condiciones de trabajo y con ello las condiciones de vida. Expuestos a volantes mecánicos, ruedas, grandes calderas, tiznes, polvos que provocaban muertes por aplastamiento y enfermedades pulmonares. Después llegó la tiranía del reloj y el silbato que marcaba el tiempo de miles de obreros uniformados, con las marmitas del pobre condumio en la mano, para tomar en el descanso del mediodía. Al tiempo los relojeros inventaron el despertador, otra forma de medir el tiempo en los hogares, para que trabajadores, hombres, mujeres y a veces niños, llegaran a tiempo a las puertas de las fábricas y edificios de las naves de control. Todo cambió una mañana de mayo de 1886. La historia es de sobra conocida. Una huelga general en más 12.000 fábricas en los Estados Unidos y una manifestación el día 1 de mayo de 1886 que terminó con la ejecución de centenares de sindicalistas anarquistas a los que la posteridad recordó como Los mártires de Chicago. Tiempo después tuvo lugar otra masiva manifestación, esta vez sin cerramiento de sangre, que protestaba contra las inaguantables 10 y hasta 12 horas de trabajo impuestas por los patronos en las fábricas. La presión obligó al presidente de Estados Unidos Andrew Johnson a implantar un horario medio de 8 horas y a que las madres disfrutaran de unas horas de asueto para darles de mamar o de comer a sus hijos. He aquí el origen de la celebración anual, en todo el mundo, del Día del trabajador o el Día del trabajo. En nuestro entorno hubo un tiempo, mientras vivía "el que habitaba entre nosotros", atento vigía de todo el Occidente contra los peligros del ateísmo, la masonería y el comunismo, que el día mundial por el derecho a un trabajo digno, se camuflaba con el eufemismo del Día de San José Obrero, sin aclarar si el santo varón, padre de Cristo, trabajaba en una cantería romana, cuidaba el ganado de una arquería o se dedicaba a la albañilería. Al final se convino que se dedicaba al noble oficio de carpintero. Ese día los patronos ponían a disposición de cientos de trabajadores de la zafra del tomate y otros tantos peones de las plataneras y la construcción, una caravana de camiones adornados con banderas y presididos por uno con la imagen del santo y una charanga. Había misa, bocadillos, refrescos, chiches para los más chicos y, al final del festejo, verbena con ventorrillo y cerveza de barril. Esto es parte de la historia reciente, una reivindicación ante una injusticia de siglos que comenzó en las fábricas y en la que se siempre se dijo que "el trabajo dignifica al hombre". Sin embargo no anda muy descabellada la expresión bíblica con la que Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso al grito, entre nubes, porque a aquella hora ya les estaba vedado ver su rostro: "Desde ahora ganarás el pan con el sudor de tu frente". El grito airado de Yahvé expresa una parte del significado etimológico de la palabra. Los romanos se referían al trabajo con la expresión latina de labor, de la que se derivan las palabras del castellano labor o laboral, aplicada al trabajo de los campesinos, ganaderos, sastres, costureras y los que curtían el cuero o tallaban la madera. Copiaron la idea del poeta griego Hesiodo que, alrededor del 700 a. de C. escribió el poema de más de 800 versos Los trabajos y los días. Los trabajos eran las tareas diarias de los campesinos y los días el clima: aquellos días favorables para arar la tierra, hacer la siembra o la recolección. La obra se dio a conocer en un tiempo de crisis para la agricultura griega que provocó una corriente migratoria a otras tierras más fértiles o a las incipientes ciudades de la antigua Hélade. No conocían la obra nuestros campesinos isleños cuando, también, en un tiempo de emigración a las ciudades y el sur, porque los campos "no daban sino trabajos", no reconocían otro tipo de trabajadores que los que cuidaban el ganado, labraban las tierras, los peones, empleados en oficios, hacer casas, paredes, carreteras, trabajaban en los pozos o traían el pescado de la Costa. Los que trabajaban en un banco, una oficina, eran poco menos que señoritos que usaban sombreros porque trabajaban a la sombra y cobraban un salario fijo que no eran las pocas perras que les pagaba el intermediario del queso, la fruta o las papas o el jornal después de una semana de ir a la pega. Esas familias y sus hijos casi supervivientes de carencias, orfandades y desconsuelos han padecido, saben, lo que es "pasar trabajos". En este sentido concuerda con su acepción etimológica por la que "trabajo" procede del vocablo latino tripalium, tres palos, un potro de madera al que era amarrado el reo para torturarlo. Ahora se explican las palabras de Dios a nuestros primeros padres cuando los echó del Paraíso, a las que me refería más arriba: sudor, denodados sacrificios para ganarse el sustento. En la Edad Media trabajo, en castellano, fue sinónimo de dolor, sufrimiento o esfuerzo. A partir del siglo XIV se impone la acepción actual. Hoy, para referirse a alguien que ha alcanzado ciertos objetivos de bienestar profesional o económico para sí mismo o su familia, se suele decir que ha "pasado muchos trabajos" para llegar hasta aquí. Obvio que se descartan a aquellos que lo han logrado por la herencia recibida sin "haber dado un palo al agua", tener dinero a buen recaudo en paraísos fiscales o padrinos políticos que, de la noche a la mañana, los hayan colocado en puestos o representaciones de privilegio. Pero el común de los mortales, que son mayoría, sabe que el esfuerzo, la constancia en la persecución de un objetivo loable, solidario y honesto, tendrá, tarde o temprano, su recompensa y la culminación de un trabajo bien hecho. Lo dice, sin más galimatías cultas, el refranero popular: "el que quiere celeste que le cueste".

stylename="050_FIR_opi_02">fjpmontesdeoca@gmail.com

Compartir el artículo

stats