La campaña electoral previa al 20 de diciembre resultó, y no deja de ser lamentable, bronca y sectaria. Los candidatos se dedicaron más a descalificar, insultar o menospreciar a sus contrarios que a ofrecer propuestas razonables y posibles soluciones para garantizar la gobernabilidad. Resultó, así, una de las más penosas campañas que ha vivido la España democrática en los últimos cuarenta años. Y en consecuencia la undécima legislatura, que apenas ha durado cuatro meses, se ha convertido en un triste espectáculo de ataques, argucias, desplantes y toda clase de maniobras, obstrucciones y mentiras políticas. Hasta el punto de que estas triquiñuelas terminaron por suplantar los auténticos fines parlamentarios, que son el diálogo, la búsqueda del acuerdo y, en último término, la negociación responsable para formar gobierno. Los cuatro principales partidos con representación en el Congreso han sido incapaces de cumplir con el mandato de los electores salido de las urnas el 20 de diciembre -el entendimiento para solventar las grandes cuestiones- y se han enfangado en el frentismo, el pasotismo o el egoísmo, más pendientes de los focos del espectáculo que de la transacción sosegada y flexible.

La breve legislatura acabó como tenía que acabar: sin gobierno, con los partidos enfrentados, con los puentes rotos y la convocatoria de unas elecciones, el próximo 26 de junio, que puede llevarnos a la misma situación en la que estamos. Surge, inevitablemente, una duda: ¿en este momento histórico, España se ha convertido en un país ingobernable? La pregunta puede resultar pertinente, pero la respuesta, sin ninguna duda, es que no. España es un país moderno, con una sociedad madura, con profundas convicciones democráticas y, por tanto, con todas las condiciones necesarias para que la voluntad de los ciudadanos, como expresión de la soberanía popular, permita la constitución de gobiernos apropiados para cada momento histórico.

Pero además de esta condición básica, hay que contar también con otra condición necesaria: los partidos españoles en su conjunto tienen que reflexionar y hacer un correcto diagnóstico de la enfermedad que padecemos. Porque solo así podrán comprender el tiempo especialmente delicado y difícil que vive España y las respuestas que esta situación exige. España ha soportado en los últimos años una profunda crisis económica, con graves efectos sociales. Y mientras una gran parte de nuestra sociedad ha sufrido un declive en sus condiciones de vida, el conjunto de las instituciones del Estado, en especial los partidos tradicionales, han padecido también una degradación política.

En este contexto, las medidas aplicadas por el Gobierno para salir de la crisis han provocado sufrimientos sociales que muchos consideran excesivos, mayores de lo necesario. El hecho es que la sociedad ha quedado rota en dos mitades: una, la de los ganadores que han sobrevivido o se han beneficiado de la salida de la crisis; y otra, los perdedores, que han terminado por soportar y sufrir sus peores consecuencias. Y a los que aún no les han llegado los frutos de la recuperación. Entre estos dos sectores se ha producido una profunda fractura social y roto el pacto social básico en que se sostienen todas las democracias. Pero también se ha roto el consenso político: entre los partidos que por un lado se atribuyen el éxito de la recuperación, frente a los otros partidos que les culpan de agravar los efectos sociales de la crisis.

El resultado electoral del 20 de diciembre explica perfectamente el alcance de esta fractura. Diez millones de electores a un lado, enfrentados a otros diez millones de electores en el contrario. En este escenario de confrontación es casi imposible construir consensos, alcanzar pactos y formar gobierno. Pero la cuestión es que después del 26 de junio, aunque se repitan los resultados, hay que formar un nuevo gobierno. Un gobierno que afronte las reformas necesarias, consolide la recuperación económica y proceda a una profunda regeneración política que nos permita avanzar en la dirección de la cohesión social y territorial que exige el futuro de España.

Para que sea posible el gobierno que necesita nuestro país, hay que esforzarse desde ahora mismo, en la campaña electoral, en reconstruir los grandes consensos ahora rotos. Pactar una política económica de crecimiento sostenible y empleo estable, que aporte seguridad y confianza en que los beneficios de la recuperación serán para todos y que a nadie dejará atrás. Y, al mismo tiempo, acordar las grandes reformas que modernicen al país: la educación y la formación profesional; del mercado laboral con el de las democracias europeas más avanzadas; y de la financiación autonómica para dotar de recursos y eficiencia a los servicios públicos y a la protección social. Recursos que deben proceder de una reforma fiscal que aporte auténtica equidad y justicia distributiva. Y, por último, y no lo menos importante: una regeneración profunda del sistema político y las instituciones del poder del Estado, que afecte de manera especial a la renovación y regeneración de los partidos.

Todo esto será posible si se aprovecha la campaña electoral para proponer y debatir soluciones realistas, dialogar, pactar y encontrar un territorio común entre los partidos para no dinamitar los mínimos cauces de entendimiento en donde la cesión no se interprete como una traición ni la victoria como una imposición. Para empezar no estaría mal que los partidos aprovecharan este mes de mayo para dejar a un lado la continuación de una campaña electoral de discursos repetitivos que aburren. Y mejor lo aprovecharan para reflexionar, revisar y renovar sus propuestas, pensando en el futuro del país y no la mera conquista del poder. Así conseguirían, además de ahorrar dinero y no agotar a los electores, lo más importante: recuperar la ilusión de los ciudadanos en la política, que es lo único que permitirá reconstruir los grandes consensos que hemos perdido.