El 85% de los militantes de Izquierda Unida han avalado ser muflidos en un futuro inmediato por el abrazo del oso de Podemos. Un 85%, nada menos, aunque debe precisarse que solo votó el 28% del censo. A los más ardientes apologetas de la democracia directa estos bajísimos índices de participación deberían ilustrarles sobre lo escasamente proclive que es el personal -incluso aquellos implicados políticamente- a pronunciarse con su voto en cuestiones cruciales. La gran mayoría de esta minoría ha caído hechizada por el embrujo de la alianza de izquierdas, un ensueño que cuenta con una gran tradición literaria en este país y en toda Europa Occidental. Me imagino que ya conocen el cuento: la izquierda es la representante de la mayoría social, lo que debería traducirse en una mayoría político-electoral, si no ocurre así es por culpa de la alienación de los ciudadanos deliberadamente fabricada, matriz ideológica de una falsa conciencia; o por un sistema electoral no lo suficientemente democrático o, más sencillamente, porque la izquierda se presenta dividida en varias siglas y ofertas electorales. Ah, si las izquierdas superaran su tradicional ombliguismo o su vocación caníbal no ocurriría semejante naufragio. Ganarían las próximas elecciones por un amplísimo margen y podrían gestionar su programa.

Por supuesto, no es así pero, ¿qué más da? Desde hace mucho años quien no se consuela es que no es de izquierdas. Por estos andurriales sigue gozando de espléndida salud ese aserto, de lucidez supuestamente insuperable, según el cuál no hay nada más estúpido que un obrero de derechas. Por desgracia desde hace muchos años los sectores más y mejor educados de las clases trabajadoras y de las clases medias votan a opciones de derechas y centroderecha en Europa y Norteamérica. A Donald Trump no le votan los simpatizantes republicanos más pudientes, sino la white trash, la basura blanca que ha visto degradarse sus condiciones de vida sin un horizonte de esperanza o bienestar para sus hijos y nietos. Marsella era una ciudad gobernada durante décadas por socialistas y comunistas y hoy es un enclave importante del ultraderechista Frente Nacional gracias al voto de obreros suspicaces y desempleados crónicos. Es comprensible que Podemos pacte con IU: la quiere tragar y digerir y esos 900.000 votos pueden significar varios diputados más en algunas circunscripciones inicialmente estables o a la baja en numerosos sondeos. Lo realmente extraño es que Izquierda Unida esté decida a entregarse al sacrificio de su identidad política, sus siglas y su identidad programática. Porque deben tenerlo claro: a cambio de media docena de diputados, los que pueda obtener en Madrid, Valencia o Sevilla, IU se entregará completamente a esta convergencia y no habrá paso atrás imaginable. Esta conjunción electoral con Podemos -que desde sus inicios ha considerado a IU un error histórico, un proyecto acabado o un residuo a extirpar- es el certificado de defunción de Izquierda Unida.