Pretender mantenerse al margen de los innumerables reality shows que invaden nuestras cadenas privadas de televisión es misión imposible, salvo que seas un ermitaño y vivas en una cueva. Hago esta afirmación con rotundidad porque yo misma he intentado, no ya una sino varias veces, aislarme de cualquier influencia proveniente de la telebasura y he fracasado estrepitosamente. Si no es por la mañana, será por la tarde o, a más tardar, por la noche, pero basta con sentarse frente al televisor y, mando a distancia en mano, hacer un barrido, para toparse inevitablemente con las imágenes que ilustran las aventuras y desventuras de las víctimas voluntarias de estos patéticos experimentos.

Para no aburrir al respetable con la relación de concursos que se emiten a través de la pequeña pantalla, me centraré tan sólo en uno de ellos que, como en ediciones anteriores, se perpetra en una isla tropical supuestamente desierta. Los artífices del deplorable invento, al parecer profundos conocedores de los gustos del telespectador tipo, hallaron hace algunos años la piedra filosofal y procedieron a explotar el filón de las audiencias a base de técnicas de entretenimiento basadas en la ordinariez y la agresividad. Para ello, y como primera medida, procedieron a reclutar en torno a una docena de joyas cuyas discutibles virtudes les hacían acreedoras de tan alto honor. Desde aquel estreno, muchos han sido los agraciados que han desfilado por esas ínsulas azotadas por el calor, los mosquitos y el hambre.

Los que están mostrando sus aptitudes en la presente edición tampoco tienen desperdicio. No en vano han superado el exhaustivo casting al que les someten las mentes enfermas responsables de semejante bodrio. En todo caso, y teniendo en cuenta que lo único que se les exige es montar el numerito, cabría concluir que para ese viaje no hacían falta alforjas. A fin de preparar este intragable potaje, los cocineros mediáticos recurren una y otra vez a idénticos ingredientes. Encabezando el menú, sitúan a un par de aspirantes a actrices que, ataviadas con un exiguo tanga, exhiben sus prótesis de silicona mientras se rebozan en el barro o recogen caracolas marinas en la playa. Conviene que estén acompañadas por algún participante fracasado de Míster España o, en su defecto, por un chulo de discoteca que presuma de entrepierna y cuya misión consistirá en reírles las gracias a las neumáticas y sobarles el lomo si han podido optar a un lingotazo tras ganar alguna prueba de supervivencia.

Resulta igualmente imprescindible el personaje del frikie sesentón de escasa estatura (física, moral o ambas) que presume, bien de ser un atracador del TBO, bien de sus azarosas experiencias sexuales. Tampoco conviene olvidar a los satélites de toreros o folklóricas de tronío que, finiquitada su relación de servidumbre con aquellos, no saben a qué despropósito apuntarse para eludir el anonimato. Provoca especial tristeza, por lo que supone de asalto a la intimidad, la inclusión de concursantes anónimos cuyos ases en la manga se reducen a salir del armario o a descubrir sus preferencias amatorias, aunque es justo reconocer que sus lacrimógenas confesiones suelen alcanzar las más altas cotas del share.

Pero, sin duda, es la figura de la madre de avanzada edad que, liándose la manta a la cabeza, se lanza desde un helicóptero a los brazos de una nueva vida, la que se erige como gran reclamo de este particular zoológico. Ni San Pablo cayendo del caballo a las puertas de Damasco vio una luz tan cegadora como la de este tipo de mujeres en permanente batalla contra las hormonas. Reconozco que sus sesudas reflexiones me producen cierta fascinación. Durmiendo al raso y comiendo cocos terminan por darse cuenta de que aún no han vivido. Quién les iba a decir a estas alturas de la película que rodearse de strippers y ligones de medio pelo era el remedio más indicado para llenar su vacío existencial?

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