En el hogar de mis padres no sobraba el dinero, pero vivíamos bien e incluso, y perdonen la inmodestia, teníamos una costurera fija en casa que cosía como los ángeles, haciéndonos unos vestidos a mi madre, a mi hermana y a mí que no tenían nada que envidiar a las mejores boutiques de Las Palmas, pero con los bosquejos de mi santa madre, que siempre fue una estupenda diseñadora. Margarita se llamaba, y falleció hace ya muchísimos años. Físicamente poco agraciada, tenía mal carácter y cuando se enfadaba lo hacía como un perro de presa dado el desagradable timbre de voz.

Valía tanto para un roto como para un descosido, pero sobre todo su honestidad era moneda de oro. Era culta, siempre fue una gran lectora y su afán de superación encomiable. Siendo muy jovencita quedó embarazada de un sinvergüenza que dio pronta retirada al conocer, alarmado, la noticia. Y de él nunca más se supo, así es que nuestra Margarita, solita y con la ayuda de Dios, crió a su hijo con su responsable trabajo, que también hacía para otras casas, y jamás se casó. Su temperamento ácido se le fue acentuando con los años, y aquella "ofensa amorosa" inferida a su orgulloso carácter en ningún tiempo fue olvidada, continuando fresca en su memoria como el primer día de la huida del mal sujeto. Mi madre, siempre pícara, para quitarle aquel estado perenne de enfado si la veía contrariada por algo, la animaba a buscarse un novio para que le hiciera "cosquillitas", asegurándole entre risas que si encontraba un hombre serio y completo como las galletas multivitaminadas, la iba a dejar contenta y suave como el Mimosín para la ropa.

Pero Margarita, que era más difícil que alargar la vida útil de la aspiradora, se quedaba seria e inalterable como el acero inoxidable, y con su voz de trueno comentaba, "yo ya vengo de vuelta y media de las cosas, y le aseguro que permitir "cosquillitas" a los hombres ayuda al crecimiento demográfico. Y a las pruebas me remito". Así era "Margarita la nuestra", como la llamábamos en casa, una mujer fuerte, con cierto desdén por el mundo al que trataba de atravesar transportando sus convicciones con cierta dureza.

Con los años, su hijo, médico, contribuyó a su buena vejez sin preocupaciones, sintiéndose segura como una niña con su peluche preferido, orgullosa de su vástago quien la recompensó con respetuoso amor. Y es que, como dice el refrán, "madre no hay más que una, y padres... ya se sabe". Que tengan un buen día.

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