Acaba de cerrarse el plazo para la presentación de alegaciones y todo apunta a que el siguiente trámite será el debate parlamentario. El Gobierno sigue firme en su intención de aprobar la nueva Ley del Suelo antes de que finalice el año. Esto supone el aldabonazo definitivo a la posibilidad de incorporar un proceso participativo que permita a los habitantes de este archipiélago informarse, debatir y proponer qué modelo de desarrollo territorial quieren para las islas. El Ejecutivo se ha negado a liderar un proceso innovador que le hubiese permitido presentarse ante la sociedad como ejemplo de transparencia, voluntad de diálogo y buena gobernanza. Es cierto que difícilmente puede existir un debate participativo si no se sabe de qué se habla. También es cierto que el lenguaje excesivamente técnico y jurídico de la propuesta de ley impide un debate útil y el planteamiento de propuestas razonables y con cierta solidez argumental por la ciudadanía. El grado de complejidad del lenguaje es tal que el común de los mortales no sabe qué significan la mayoría de los párrafos hilados en el texto ni, en realidad, qué hay detrás de la profusión de términos relacionados con la ordenación del territorio y con el urbanismo. Pero también no es menos cierto que la labor pedagógica del ejecutivo en este caso ha sido nula. Y también es cierto que sin voluntad de diálogo, jamás se podrá dialogar. La única iniciativa que ha tenido el Ejecutivo ha sido la de informar del anteproyecto a ciertos colectivos a través de reuniones puntuales en las que a los asistentes, según sus propias manifestaciones, no se les había entregado previamente el texto, convirtiéndose por tanto en meros convidados de piedra. Ni tan siquiera se trataba de consultas. El matiz es importante porque cuando una institución consulta a otra institución, colectivo o incluso a ciudadanos a título individual, es porque tiene intención de escuchar el pronunciamiento de su interlocutor para luego decidir si lo incorpora o no a su proposición. Cuando informa, en cambio, no.

Desconocemos el motivo de las prisas que han llevado al Ejecutivo a querer aprobar una ley que afecta de un modo tan determinante a todos sus habitantes y al territorio en el que viven. En apenas un año estará aprobada la ley del suelo de Canarias, ley que concretará aspectos tan importantes como el crecimiento -en cantidad y calidad- de los pueblos y ciudades de esta tierra, el equilibrio o desequilibrio de las capitales con las localidades del entorno, el espacio turístico, el ámbito rural y las zonas de preservación por su alto valor paisajístico y ambiental. Mientras, la mayoría de la ciudadanía asiste a esta construcción legislativa con la confusión propia de quien se sabe avisado de un proceso que le afectará pero que, para su sorpresa, no tiene ni interlocutor ni canal cercano y asequible donde poder manifestar su grado de preocupación más allá de la posibilidad de presentar alegaciones, facultad que en la práctica, dada la aridez de la materia, queda relegada a aquellos organismos, asociaciones o colectivos que por disponer de estructura propia y recursos suficientes, pueden asesorarse técnicamente y encargar su redacción a algún profesional o equipo experto.

Los ciudadanos de este archipiélago desconocen los motivos que han llevado al Ejecutivo a querer modificar la actual ley con tanta urgencia. No saben qué aspectos han fracasado del modelo territorial vigente y cuáles se deben conservar por su idoneidad y validez. Nadie les ha preguntado qué les parecen las actuales infraestructuras, las formas de asentamiento o la intensidad y la naturaleza de las actividades económicas que actualmente se dan y de aquellas otras que podrían tener cabida en el suelo rústico. Sin embargo, la ciudadanía canaria, tan madura como los ayuntamientos a los que la nueva norma pretende convertir en los únicos soberanos de su territorio, saben que hacer planeamiento territorial en Canarias es tan delicado como jugar al fútbol en una tienda de antigüedades. A pesar de ello, no han existido debates sectoriales ni por regiones. No se han creado foros o consejos donde los ciudadanos hayan podido decidir junto a técnicos y políticos qué problemas tiene el territorio y qué propuestas tienen para su mejora. No se trata de hacer un plebiscito sobre la ley del suelo como propugnan ya algunas voces. Tampoco de crear plataformas" en contra" de la Ley del Suelo porque su redacción y aprobación es una necesidad no cuestionada. Se trata de elaborar una ley con el mayor grado de consenso y legitimación posible, que es aquél que nace de incorporar a la sociedad, a través de una riquísima metodología y de variadas herramientas que actualmente existen para ello, a un proceso constructivo hecho con los ciudadanos y para los ciudadanos. Ejemplos de este tipo de procesos, afortunadamente, hay muchos. El País Vasco acaba de iniciar un proceso de participación ciudadana para la modificación de su modelo territorial que les llevará tres años. Un proceso que ha sido aprobado por unanimidad en el diverso y complejo arco parlamentario vasco. A su vez, Chile, para la redacción de su nueva constitución, la norma básica de convivencia de una nación, ha iniciado igualmente un proceso participativo de similares características: ambicioso, íntegro y receptivo a la sensibilidad de sus ciudadanos. Fórmulas para incorporar a la ciudadanía a cualquier iniciativa política, las hay. Solo falta voluntad. Y el Ejecutivo canario, con la nueva ley del suelo, ha decidido dar la espalda a sus ciudadanos. Algún día tendrá que decir por qué.

(*) Miembros de Acción Profesional para la Participación Ciudadana