La Provincia - Diario de Las Palmas

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Miradas

Dos pruebas de amor

Desde hace años, los meses que la fortuna me ha permitido vivir en Playa Blanca, emporio turístico surgido de la nada que conocí desde antes de su transformación aventurera y arriesgada, fueron siempre motivo de ilusión.

Al amparo de los buenos tiempos vi llegar a su costa y sus arenas el turismo de gente rica que era pobre porque para venir tenía que gastar tiempo y dinero buscando lo mejor, que es todo lo contrario que la pobre pero siempre rica gente de este querido pueblo costero de Playa Blanca, donde lejos de pagar por lo que buscan los demás, lo tiene todo cerca gratis y a mano, gracias a la decisión divina que tomó tierra y cielo en este sur lanzaroteño.

Hoy, retenido aún en Gáldar desde donde escribo percibiendo los gratos olores que casi anuncian la llegada del Patrono Santiago Apóstol, vuela mi reflexión en torno a un par de los muchísimos recuerdos de amor en Playa Blanca, uno de los que empiezo a contar lo vi, aunque extraño, muy repetido y comentado con amigos y camareros que testificarían mi relato como cierto.

Es el de ver desde aquella mi mesa en los postres tras haber comido, o frente a la humeante taza del expreso en la terraza de Pedro, apenas a cinco metros de la mar, y cerca de muchas gaviotas, cómo dos de ellas amerizaban siempre a la vez, y que, igual que veleros se paseaban juntas capeando el vaivén de las pequeñas olas de orilla, que arrancan luego el vuelo juntas y al rato regresaban siempre en pareja a nuestra cercanías, y lo más significativo es que cuando en las mareas bajas se aleja el agua y en su lugar asoman rocas de negra piedra volcánica, cada una de ellas ocupaba su saliente de costumbre sobre el que se sacudían tremolando el cuerpo, acomodan su impermeable plumaje y se vigilan hasta el próximo vuelo. Siempre lo mismo.

Si no fuera porque sé que las gaviotas viven varias decenas de años, estaría dudando ahora sobre si esa hermosa muestra de amor que repetidamente observé fuera siempre de la misma pareja.

Puede parecer tontería poética afirmar, aunque sea en voz baja, que pasajes de amor y ternura como este quedan fijos en el recuerdo, más aún si los lances de amor se repiten, en vez de con gaviotas, entre seres humanos como este segundo que les empiezo a contar teniendo como escenario esta playa que mi familia y amigos casi vimos nacer y crecer como atractivo turístico.

Una vez, hace tiempo, comiendo allí mismo mi esposa decía .

- ¡Me da una pena¡ ¡qué triste¡ ¡qué entrega!

Expresiones pesarosas repetidas después en temporadas siguientes y por la misma razón al paso tambaleante de unos viejos con los que coincidíamos.

- ¡Cuánto amor y comprensión ¡ ¡qué sacrificio!

Pasaba un día y otro aquel anciano empujando un triciclo de inválido mirando al suelo y oyendo (si acaso oía) el susurro del mar cercano, sorteando lentamente los obstáculos de visitantes y mesas del paseo marítimo, protegido de poderosas cadenas que un día mandara a construir como alcalde Honorio García Bravo y que perduran aunque llenas del óxido del abandono.

A bordo de aquel transporte y apenas visible, cuello doblado a un lado como tallo de flor tronchado por la impotencia, asomaba la cabeza de su también vieja madre, esposa, hija, vecina o ¡sabe Dios qué! sin ver, sin sentir algo más que no fuera el traqueteo de las losas del paseo que aún aguanta como sus viejas cadenas.

Muchas veces, presenciando la imagen y casi con lágrimas en los ojos repetía mi mujer la pena que le daba verlo.

Este verano ya no lo repetirá y no por falta de ganas sino porque se fue. Ya no están ni el coche de inválido ni la pareja y? ¡me da una pena!

No sé si semejante y tierna reflexión me indujo a pensar, no en una sino en estas dos pruebas de amor engendradas en el que durante más de medio siglo ha sido rincón de paz en los pocos tiempos de descanso de mi vida.

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