La Provincia - Diario de Las Palmas

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Reflexión

Hipocresía

He esperado un tiempo prudencial para conocer las reacciones ante la reciente agresión a un profesional de la educación en la capital grancanaria. En particular, la respuesta ofrecida por determinados agentes sociales y políticos, los más próximos a planteamientos progresistas. Y el juicio que me merecen está resumido en el encabezamiento del presente. No es que uno sea el guardián de la educación en el archipiélago, ni tampoco el más preparado para dar con una solución eficaz y definitiva al problema de la convivencia en las aulas, pero sí que es un docente preocupado por la situación y que, de ninguna de las maneras, hace trampas con el lenguaje a la hora de analizar la evolución de los elementos que han llevado al actual clima escolar en España, porque, en resumida cuenta, lo sucedido en el CEIP Néstor de la Torre es un ejemplo más de lo que ensombrece a la enseñanza hispana.

El principal detonante de lo que a diario se vive en los centros educativos es la pedagogía de la irresponsabilidad. Una forma de entender la educación en la que el alumno es el protagonista absoluto de la tarea educativa, tanto que se le excluye del imperativo moral. Haga lo que haga, incluida la agresión, el sistema intentará por todos los medios evitar la legítima sanción de sus acciones, puesto que lo disciplinario se perfila como pedagógico, antes que punitivo. Se desea educar para que no vuelvan a reproducirse las malas conductas. Leído lo anterior, parece lo más correcto, pero, por desgracia, esta es la condena del sistema de enseñanza. Escribe Ricardo Menéndez Salmón, flamante ganador del Premio de Biblioteca Breve 2016, que el sistema, "crea los elementos que lo destruyen". Qué gran verdad. La realidad educativa española está plagada de contradicciones derivadas, todas ellas, de la hipocresía con que se forjó un programa de instrucción nacional que aspiraba a incluir mediante el alegato igualitarista pero promoviendo ocultamente la exclusión de unos valores que, en sí mismos, fundamentan y constituyen el acto de enseñar.

La meta estaba fijada en la calidad educativa e invariablemente se deterioraban los rendimientos académicos. Se defendía la motivación del escolar, como sanctasanctórum, y más tarde se arrinconaba la memoria como ejercicio básico para el aprendizaje como ya dijera Quintiliano. Se difundía el valor de la excelencia en la misma medida que se despotricaba sobre la búsqueda del esfuerzo como palanca para llegar a ella. En síntesis, se postulaba una figura de autoridad en el profesor y, luego, se le decía que los tiempos habían cambiado y que eso de la auctoritas era un concepto desfasado, de estirpe decimonónica.

Estas son las trampas del lenguaje a las que me refería en un principio. Los maestros y profesores estábamos completamente desvalidos ante la dinámica que proliferó tras la imposición de la pedagogía de la irresponsabilidad. Durante casi cuatro décadas ha ido aumentando no sólo el desprecio por el conocimiento entre nuestros jóvenes, sino también el deterioro de la institución académica como tal. Hoy, entregada a lo lúdico irremisiblemente, repudia cualquier vuelta a lo esencial de sus cometidos. Una de sus esencias, por mucho que quieran negarla, es la necesaria autoridad del docente, que, a su vez, integra una jerarquía moral que protege al propio orden social. Sin embargo, el izquierdismo irreflexivo rechazó la figura de autoridad por creerla imbuida de oscuros designios, presa del ciego resentimiento hacia todo lo que fuera verticalidad en el ejercicio de la profesión docente.

Las leyes educativas españolas, sin exclusión, reproducen este sistema de valores, y de ahí que la instrucción sea rehén de unos postulados que la anulan en su origen. Habría que refundar la enseñanza para recuperar lo perdido, desarticular esa pedagogía de la irresponsabilidad para que los alumnos lleguen a ser libres como consecuencia de la progresiva asunción de sus actos, y los profesores, por su parte, vivan en armonía la profesión más noble de cuantas existen. Las respuestas hipócritas a las agresiones a docentes deben cesar en el punto y hora en que se haga universal el entendimiento de que enseñar implica mandar y reconocer la autoridad de unos adultos sobre otros que no lo son aún. De igual modo que todos respetamos las leyes, los estudiantes y sus familias han de aceptar el régimen de convivencia establecido por el estado de derecho. Que no ocurra que recordar el ejemplo de Abel Martínez Oliva, dramáticamente asesinado mientras ejercía sus funciones, sea interpretado como alentar acciones contra el profesorado. Siempre las trampas del lenguaje, la manipulación del mensaje de los defensores de lo imposible, de los irresponsables de la educación.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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