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Crónicas galantes

Gramáticos contra el Imperio

Resistentes de la Real Academia lanzan estos días un contraataque en defensa del idioma español, asediado por la lluvia de palabras del inglés que lo está dejando empapado e incluso pingando. Pretenden los académicos que la gente emplee, por ejemplo, el verbo "correr" como más breve y lógica alternativa a "hacer running"; o que la palabra "barato" reemplace al ya imparable concepto de "low cost".

Para ello han contratado una muy imaginativa campaña de publicidad en la que usan a fondo las técnicas del márquetin con el regalo-trampa de unas gafas "with blind effect" que dejarán ciegos de sorpresa a quienes las reclamen atraídos por su nombre. Mucho es de temer, sin embargo, que el empeño sea tan justo y necesario como inútil frente al poderío imperial del inglés.

Nebrija, ilustre gramático, ya advirtió en su día que "siempre la lengua ha sido compañera del Imperio": y eso que él solo se refería al español. Pero la idea estaba bien traída. Le faltó añadir que el castellano, al igual que el francés, el gallego, el italiano o el catalán, procede del latín que los romanos imperialistas habían extendido anteriormente por todos sus vastos dominios.

Lo mismo ocurre ahora con el inglés, que en sus buenos tiempos impulsó el Imperio Británico y ahora difunde a escala universal su antigua colonia de los Estados Unidos de América. Si Roma respaldaba su lengua con un notable poderío cultural y militar, fácilmente se entenderá que el país donde ha nacido la actual revolución informática engarce con naturalidad el inglés en Internet, en las redes sociales y en todos sus felices inventos. De Pekín a Wall Street, pasando por Vietnam o el Vaticano, la lengua de Shakespeare (y sobre todo, la de Bill Gates) es ya el nuevo e imprescindible latín de los negocios.

Es habitual que los imperios tengan mala fama, pero mucho prestigio. Su lengua participa de esa doble y algo paradójica condición. Usar las palabras del jefe es una manera como cualquier otra de alinearse con el que manda. No extrañará, por tanto, que la gente acepte con naturalidad la invasión de su lengua nativa por palabras adornadas de poder que a menudo no sabe pronunciar, pero que le suenan muy bien.

Los publicistas, que conocen estas virtudes comerciales de un idioma de prestigio, se limitan a utilizarlo hasta el abuso, con el lógico deterioro del castellano o cualquier otra lengua local sobre la que caiga el chaparrón de anglicismos. El inglés empieza a ser chic incluso para anunciar perfumes franceses, lo que acaso dé idea del actual alcance de su reputación e influencia.

Ahora y en tiempos del imperio romano, el dominio de la jerga del poder define la pertenencia a las elites: o a la gente que está al día, sin más. Quien no sepa qué es un spoiler, un producto adjetivado de vintage, un banner o un community manager tiene mucho camino andado para convertirse en un proscrito social y ser excluido de la tribu de los modernos. O de los hípsters, que suena mucho más guay (es decir, cool).

Contra esta tendencia, tan tradicional aunque ahora parezca nueva, poco puede hacer la Resistencia de la Real Academia. Su guerrilla publicitaria a favor del español evoca inevitablemente la contienda que Don Quijote se empeñaba en mantener con los molinos de viento. Solo que esta vez no son molinos, sino verdaderos gigantes made in USA.

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