Al parecer la pasada semana los grupos parlamentarios que tienen sus despachos en la calle Teobaldo Power se pusieron como perros y gatos al discutir una proposición no de ley acerca de los animales en los circos ambulantes. Varios ayuntamientos han aprobado mociones o han modificado sus ordenanzas para prohibir que los circos, esos espectáculos sanguinarios, acampen en sus términos municipales. La unanimidad suele ser lo más habitual en estos casos, pero en el parlamento regional los coalicioneros y los socialistas se opusieron a la iniciativa de Podemos. La cosa terminó liándose verbalmente lo suyo y una diputada podemita acabó llamando "sinvergüenzas" a los socialistas, quizás porque la verdadera izquierda será animalista o no será. Por supuesto que menudearon las descripciones tenebrosas de la vida de los animales en los circos. Los leones pulgosos alimentados con carne de gato de extrarradio. Los pobres elefantes que nadie lava amorosamente tres veces a la semana. Los latigazos a los tigres, que no te han hecho nada, oh terrible bestezuela bípeda. El hacinamiento atroz y la mala atención médica. Sobre la situación económica y social de los domadores, payasos, gimnastas, equilibristas o ilusionistas no decía nada la proposición no de ley. Son el proletariado del espectáculo en medio mundo, y están sometidos a condiciones laborales habitualmente atroces, pero tienen la desventaja de ser humanos, demasiado humanos.

No sé si somos conscientes de hasta dónde nos puede llevar la lógica animalista. La mayor parte de los activistas animalistas son perfectamente conscientes de sus objetivos últimos, pero los bienpensantes que se horrorizan con los latigazos y los cagajones en los circos no. ¿Una gallina en una granja avícola mecanizada lo pasa mejor que un tigre bajo la carpa de un circo? ¿No late también de angustia primero y terror después el corazón de un cerdo en la cinta que lo lleva a ser caldeado, muerto y troceado en un matadero municipal con todas las garantías y los sellos de calidad de la Unión Europea? ¿Y las tetas de las ubres vacunas? Entre usted y yo, ¿es natural tanto sobajeo, aunque la leche esté tan rica y haya servido para dejar de ser una comunidad de enclenques? Porque ahí está la clave, por supuesto. En la naturalidad. Sí, es natural que los animales sufran, es natural el orden y la interacción en la pirámide alimentaria, es natural el abuso, es natural comernos a los bichos como los bichos nos comieron durante milenios. El atosigante moralismo animalista no defiende lo natural en absoluto, sino un nuevo modelo de gestión de las relaciones entre el hombre y los animales que, en el caso de triunfar políticamente, nos obligaría a universalizar el vegetarianismo (muy desagradable, pero no catastrófico) y a organizar reservas zoológicas operativamente inconcebibles tanto en los países desarrollados como en los pobres. Un día, como se narra en esa hermosa novela de Cliford Simak, Ciudad, nuestros sucesores quizás se espanten al descubrir que éramos capaces de arrancar árboles para conseguir madera o no morir de frío. Ojalá llegue ese día. Pero sin dejar de dar prioridad al sufrimiento humano.