Lo que desespera a los ciudadanos no es tener que repetir las elecciones, ni soportar durante meses el teatrillo de unos políticos obsesionados con sus intereses espurios, sino comprobar cómo ni a los novatos ni a los veteranos les preocupa resolver los problemas cotidianos. Lo que decepciona a los electores no es vivir desde las europeas de 2014 en una campaña permanente -este año aún quedan por delante, además de las generales repetidas, los comicios gallegos y vascos-, sino la ineficacia de una clase dirigente encelada en votos y vetos, y desdeñosa con lo que sí puede hacer para contribuir a la comodidad de sus administrados. Hay cuestiones que no precisan de alambicadas estrategias ni de grandilocuentes palabras pero se pudren sin solución durante décadas.

En política se acabaron los sueños de grandeza. La crisis nos ha impuesto por mucho tiempo una gran cura de humildad y realismo. Pero todos los partidos siguen interpretando otra partitura. Aunque esta situación no puede prorrogarse indefinidamente, los ciudadanos no han echado en falta en cinco meses la ausencia de Gobierno. La economía crece a buen ritmo, las administraciones gastan lo mínimo y al menos nadie les atraganta el desayuno con más subidas de impuestos, nuevos recortes u ocurrencias disparatadas.

Lo mínimo por el bien común que puede hacer cualquier mandatario hoy es no molestar. Cumplió y pasó desapercibido, como los buenos árbitros de fútbol: han colocado tan bajo el listón que no cabe elogio mejor para el buen gestor. Si encima es capaz de impulsar medidas útiles, miel sobre hojuelas. No hacen faltan inversiones multimillonarias. Basta con despachar con eficiencia la normalidad. Hay cientos de cuentas pendientes para lucirse.

Y dentro del capítulo de esta funcionalidad deseada cabe fijarse en un emblema de lo contrario, el despilfarro. Se trata del Palacio de la Cultura de Telde, con más de doce años en obras y una inversión de 15 millones de euros, y necesitado de otra inversión billonaria, unos 20 millones, para acabarlo. Es un ejemplo, como muchos otros, para los que los votantes exigen un plan de intervención, una alternativa de los gestores públicos para que tamaña desvergüenza no se enquiste y supere los plazos de lo lógico.

Canarias tampoco puede soportar retrasos en el Convenio de Carreteras con el Estado, improvisaciones y frenazos que encarecen los proyectos y provocan consecuencias indeseables para los ciudadanos. Corresponde a las opciones políticas en liza apostar de una vez por todas por desencallar el capítulo de las infraestructuras. Sin ir más lejos, la autovía a La Aldea constituye un paradigma de la falta de eficacia y de rigor. El proyecto tiene en su haber años de retrasos y de perjuicios para la economía agrícola del municipio. Otro tanto de lo mismo ha ocurrido con la IV Fase de la Circunvalación, cuyo parón por incumplimiento de la financiación estatal tuvo que recibir el auxilio del Cabildo.

El Archipiélago necesita acelerar su conexión interior y exterior desde los parámetros de una economía moderna, capaz de diluir el peso de la insularidad abaratando los costes del transporte. Entre los propósitos que pertenecen a este ámbito, destaca la inversión de más de 20 millones de euros realizada hasta ahora en proyectos para el tren que uniría la capital con el Sur de la Isla. Dado el montante ya empleado, es necesario que los partidos recojan en sus programas un plan que establezca plazos y pagos para ejecutar la idea o para desacatarla definitivamente. De lo contrario se corre el riesgo de que se convierta en un saco sin fondo, en una infraestructura no materializada pese a la ingente cantidad de recursos económicos que ha absorbido.

En el más alto estadio del pragmatismo debería estar situada la imprescindible disminución de las tarifas aéreas. Ya sea por un aumento al 75% de descuento por residente o por la incorporación de una tarifa plana de 30 euros para los vuelos entre islas, los usuarios claman para que los partidos introduzcan dicha mejora entre sus prioridades. Constituye una reivindicación de sentido común.

Pero la transparencia sigue siendo una asignatura pendiente. El proyecto de la Planta de Biogás de Salto del Negro, con más de 52 millones de euros invertidos, representa uno de los episodios más controvertidos de la gestión pública en lo que se ha dado por llamar economía sostenible. Los errores técnicos y desaciertos políticos han hecho del tratamiento de la basura un auténtico galimatías en inversiones, la mayoría de las veces con equipamientos que no eran los adecuados o que no resultaban aptos por la falta de concienciación de la población a la hora de seleccionar sus desperdicios domésticos. Saber realmente cuándo será eficaz al cien por cien el modelo de reciclaje de Las Palmas de Gran Canaria constituye un enigma de complejo descubrimiento. Pero ello no exime a los partidos de aportar luz al respecto.

Otro asunto para el que los ciudadanos reclaman soluciones es la listas de espera quirúrgica. El Gobierno canario trabaja con ahínco en ello, pero todavía hay 30.000 usuarios a la espera de una operación. Bajar esta cifra es un reto, y sería enriquecedor que los partidos aportasen propuestas para ello. No cabe el silencio interesado para este drama humano.

Necesitamos recuperar la política en su dimensión más noble y auténtica, la de servicio público, y desarrollarla con intensidad. Necesitamos despojarla de su disfraz manipulador, que bajo falsos pretextos democráticos únicamente persigue colmar en cada convocatoria la saca para implantar la ley del embudo. Necesitamos despolitizar una sociedad civil invadida hasta extremos insospechados por la ideología y el maniqueísmo, en la que hasta para entrar en un consejo escolar, en una asociación de vecinos o en la directiva de un club de fútbol cuenta más la afinidad que la valía.

La verdadera revolución no consiste en apostar por el bipartido o el tetrapartido, en cambiar la ley electoral para liquidar los rodillos, en elegir líderes por primarias, en convocar referendos para opinar sobre cualquier asunto. Eso mejorará la calidad del sistema, nadie lo pone en duda, pero ocupa mucho a los grupos parlamentarios y nada al pueblo. La verdadera revolución consiste en servir y decir siempre la verdad, lo que entraña no prometer a sabiendas lo imposible ni arrojarse en brazos de la demagogia. Aplicarse en resolver multitud de pequeñas cosas, que no son cosas pequeñas porque cambian el discurrir diario, sería el primer paso para reconectar con el ciudadano y reconquistar el prestigio perdido.