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Reflexión

Educación y manipulación

En el Hamlet de Shakespeare, ya que estamos en su año, que también es el de Cervantes, se puede leer: "Nada hay bueno ni malo, si el pensamiento no lo hace tal". Es decir, el sentido ético depende de la capacidad del juicio para analizar la realidad y establecer, en correspondencia, una valoración. El apotegma del bardo tiende al relativismo, a que sea el ojo del que mira el que fije la regla moral, y, por lo tanto, esta estrecha dependencia de lo real evita cualquier tentación de formular imperativos morales más allá de lo cotidiano, de aquello que sea distante del individuo.

Sin embargo, lo que en un texto literario es un regalo de la inteligencia, en otros ámbitos puede llegar a ser la peor de las trampas. El relativismo moral, tan usual en estos tiempos, puede llegar a desembocar en situaciones que no sólo comprometen la realidad de las cosas, sino también la perspectiva que se genera a partir de ella. Por ejemplo, podemos aceptar que lo bueno o lo malo dependan del punto de vista, del juego de valores y juicios con que uno se desenvuelve, pero ¿qué ocurre cuando la audiencia a la que se dirige el discurso contempla al orador como una autoridad moral? ¿En qué sentido se emplea la palabra "autoridad"? Esta es la problemática, aún sin resolver, en la esfera educativa. Muchos piensan que lo suyo, sea lo que sea esto, es lo justo y verdadero, que no hay posible excepción ni discordia en sus planteamientos.

Una de las estrategias de las que se valen los relativistas, y con gran astucia hay que reconocerlo, es la del deslizamiento semántico, el ir y venir por el lenguaje, como si de una pista de patinaje se tratara, porque así logran sus objetivos: confundir y manipular. Lo que antes era malo, ahora es bueno, y viceversa. De este modo, se garantizan que la verdad siempre esté de su lado, que el único bando sea evidentemente el suyo, puesto que no hay lugar ni margen para la discusión. Este es el terreno en el que se mueven muchos de los que se autodenominan "progresistas" y, de ahí, surgió, por si alguien lo dudaba, el concepto de "políticamente correcto". En realidad, proviene del mundo anglosajón, de su manera de calificar, seleccionar y difundir la información, como han puesto de manifiesto recientes estudios realizados sobre las plataformas digitales y las redes sociales.

El burdo izquierdismo, primero, relativiza el lenguaje, lo somete a una torsión que elimina cualquier atisbo de sospecha y, no mucho más tarde, fija, paradójicamente, el nuevo estado de lo real, el que le conviene a sus propósitos. Una muestra: el parricida que mata a su prole, en un acto criminal injustificable, es un asesino sin más, pero, por el contrario, si es una mujer, aparecerá con gruesos titulares en los medios que "una madre desesperada" ha acabado con la vida de sus hijos, alejando definitivamente la sombra del asesinato desde el mismo instante en que su condición de género reformula la noticia. Podría seguir con el argumento hasta la saciedad, sin embargo lo que me importa es que se traslade tal suerte de manipulación a la educación.

El calendario escolar está repleto de actividades, talleres y conferencias, las más de las veces ajenos a la interpretación tendenciosa de fines y objetivos. Lo habitual es que el acto esté amparado por el principio del progreso pedagógico, esto es, por el refuerzo positivo de lo estudiado en el aula. Y así se cumple generalmente. No obstante, hay situaciones que claman al cielo por el expreso ánimo de manipular a los menores, y a los que no lo son tanto. Alguien considera que se ha de impartir tal actividad y, sin importar el bagaje cultural de los estudiantes ni las legítimas sensibilidades que les asisten, se promueve que han de recibir una "lección" por parte de un invitado que, de inmediato, es presentado como una autoridad en la materia. En un giro de manual, comienza la intervención por hacer que la audiencia se sienta culpable de algo de lo que ni participa ni conoce, luego llama a la solidaridad planetaria y culmina con el convencimiento de que unos son los buenos y otros, los malos. Si alguien levanta la mano y se atreve a cuestionar la prédica, se invoca la libertad de expresión, precisamente, para ahogarla o someterla. Nadie más reacio a la esencia de la libertad que los propios defensores de lo políticamente correcto, de ese sutil juego del lenguaje por el que la realidad pierde el sentido ético de las cosas. Por esta razón, siempre se ha de estar alerta ante los manipuladores, ante los que sojuzgan la inteligencia y retuercen el discurso moral a su antojo, pero todavía más, cuando los destinatarios de sus consignas sean lo más preciado de nuestra sociedad, los que aún se están formando y confían en la autoridad legítima de los mayores para guiarles en el camino.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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