Decía Albert Einstein, "temo el día en que la tecnología sobrepase nuestra humanidad, porque entonces el mundo tendrá una generación de idiotas". Y a mí, qué quieren que les diga, se me encoge el corazón cuando veo a tantos niños por las calles, con mochila del cole a la espalda, y que en lugar de estar jugando en un parque rompiendo zapatos y produciéndose magulladuras en las rodillas con sus juegos, se les vean cabizbajos, sin mirar al frente, a punto de que los atropelle un automóvil (coche) y moviendo sobre un móvil los pulgares de sus manos a un galope que para sí lo quisiera un caballo de carreras, metidos en su callado pensamiento, olvidando sus energías juveniles para perderlas en una viciosa esclavitud instalada en sus jóvenes cerebros de los que se hace dueña, y con ese poder invisible que es la influencia. Y unos y otros luchando por ver quien tiene el mejor y más caro Iphone, Mac, Smartphone, Ipod, Ipad, Alpha, Mp3... y así un largo etcétera que marearía a un santo.

Está claro que toda esta locura demuestra que necesitan llenar su interior, por otra parte tan vacío de un desarrollo espiritual y del que no creo que esta terrible tecnología lo pueda llenar jamás.

Hace poco, en la terraza de un hotel en el Sur, casi me da un ataque de genio cuando vi a tres parejas jóvenes, ¡tres!, sentadas al otro lado de mi cómodo sillón de mimbre y sin dirigirse la palabra en ningún momento porque todos, ¡los seis, sin excepción!, andaban con la maquinita de marras enviando y recibiendo mensajes, y ni siquiera se miraban entre ellos. A mí, que me encanta hablar, no paraba en mi asombro, hasta caer pesada, de decirle a mi alemán esposo que los observara, que era imposible lo que estaba viendo, que tres parejas de jóvenes extranjeros que habían venido a nuestra hermosa isla a pasarlo bien, perdieran tontamente el tiempo, sin levantar la cabeza del aparatito, riendo como tontos (totorotas) de lo que leían o enviaban y sin atenderse los unos a los otros, ¡invisibles entre sí!

Supongo que mi asorimbamiento de estas cosas es debido a que, a medida que me voy haciendo mayor, entiendo menos este loco mundo que, lamentablemente, me ha tocado vivir y que me ha metido, sin yo pedírselo, en un zapa-to del 34 y me viene fastidiando (jeringando) desde que esta chifla- da tecnología ha hecho acto de presencia en mi vida, liándola más que la bota de un romano.

No sé, queridos lectores, lo que pensarán ustedes sobre todo esto que les cuento, pero lo que tengo claro es que a estos niños de hoy la tecnología les ha reducido el nivel de oxígeno, porque ni corretean ni saltan ni son niños, y me temo que a la larga terminará dejándoles el cerebro seco como un pejín. Ay, Señor, qué mundo éste...

www.donina-romero.com