Hace poco más de año y medio, en una conversación tuitera con Samuel Pulido, un joven experto en relaciones internacionales que lleva varios años radicado en Bruselas, le conté, como quien no quiere la cosa, que uno era socialdemócrata desde los años universitarios, y mi inteligente e irónico contertulio, ya entonces militante de Podemos, me replicó inmediatamente: "¿Socialdemócrata? Mi más sentido pésame". Era el tiempo (tan reciente y lejano) en que Podemos acaba de obtener su inesperado resultado en las elecciones europeas y Pablo Iglesias afirmaba explícitamente que la socialdemocracia era una antigualla, una forma marchita de hipocresía ideológica, un proyecto político agotado cuyas incesantes concesiones le habían llevado a coincidir en la práctica con la derecha liberal, un dispositivo de defensa del statu quo. Era el argumentario de las izquierdas antisistema de los años sesenta y setenta, para la que, por ejemplo, el desarrollo del Estado de Bienestar consistía en una estrategia de legitimación del capitalismo tardío, más o menos, un complaciente y cómodo engañabobos que nos distraía de la obligación revolucionaria de destruir el opresivo orden vigente. Era un discurso que caló en sectores juveniles de los setenta y empapa también ahora entre a pibes y pibas que consideran absolutamente normal que si se rompen una pierna o sufren un cólico nefrítico serán atendidos médicamente sin que les cueste un céntimo del bolsillo. Es tan normal, en fin, que no tienen por qué apreciarlo especialmente. ¿Estado de Bienestar dice? Eso no es más que un montón de chupetes para tenernos tranquilos y no exterminar de una vez el capitalismo monopólico globalizado y...

Una masa pastelera de radicalismo izquierdoso y unas gotas de progresismo naíf marca 15 de mayo de 2011 -junto a la infección televisiva y a una gestión de redes sociales muy profesionalizada- permitieron dar un buen bocado de votos en el caladero de Izquierda Unida y, gracias a la circunscripción nacional, plantarse con cinco escaños en Estrasburgo. Lo que la gente no acaba de entender -ni dentro ni fuera de la organización morada- es que Podemos es, sobre todo, un instrumento para alcanzar el poder de Iglesias y los suyos. Todo lo demás es secundario, incluyendo, obviamente, lo que se suele llamar "ideales". Por tanto se tomaron dos decisiones: moderar el discurso y dulcificar el programa -ampliar la base socioelectoral- y evitar presentarse con un partido aun en construcción a las elecciones municipales, optando por alianzas y apoyos a fuerzas locales. Porque el partido-forma -más allá del discurso misticoide del apoderamiento- tampoco es lo más importante. De hecho la burbujeante actividad de los círculos en 2014 ha entrado en una etapa de complaciente siesta administrativa. Lo importante es el liderazgo de Iglesias, el uso de la televisión gracias a acuerdos con grandes productoras que algún día se conocerán con detalle, la batalla cotidiana de las redes y la creciente capacidad de polarizar a todos los sectores de la izquierda. Ahora Pablo Iglesias es socialdemócrata y así lo afirma introduciendo sutiles guiños a su parroquia más radical -aquí y ahora no se puede hacer otra cosa", apostilla con velocidad después de enunciar una fofa reforma- en su fulgurante carrera para convertir Podemos es un émulo del PP: igual que el Partido Popular agrupa el voto de conservadores, liberales, democristianos y fachas Iglesias aspira al apoyo de socialdemócratas, socialistas, comunistas y radicales rentabilizando el malestar social existente y el descrédito del PSOE. Lo suyo es improvisación a toda leche, y lo sabe, pero no sé si lo saben mi estimado Samuel y los muchos miles de ciudadanos que se están tragando este oportunismo de andares leninistas como una revolución pacífica en la política española.