La Provincia - Diario de Las Palmas

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Tropezones

Percances III

Aunque les había prometido hablarles del "arpón asesino" que casi me atraviesa la cabeza (y que por cierto terminó clavado en un eucaliptus), quisiera antes exponerles un percance por lo menos igual de grave, aunque paradójicamente no llegara a su materialización, tengo que pensar que nuevamente por algún tipo de providencial mediación divina.

En mis años de infancia pasé varios veranos en un pueblo al norte de Cataluña. Una de las excursiones predilectas discurría por un sendero en lo alto de un acantilado, "sobrevolando" un curso de agua que sin llegar a la categoría de río fluía por unas marmitas de cierta profundidad, los llamados "gorgs", y en los que solíamos bañarnos, tras salvar el desnivel con no poca dificultad. Imagínense la tentación de saltar directamente desde el acantilado, a unos 10 m de altura, a una de esas piscinas naturales ahorrándonos el accidentado descenso. Vistas las reseñas de sucesos de la versión moderna de los turistas en Mallorca, practicando el "balconing", saltando desde sus apartamentos a la piscina del complejo, con variable fortuna, entenderán perfectamente mi propósito infantil de arrojarme desde lo alto hasta el "gorg" cuya sola presencia representaba un irresistible canto de sirena. Eso sin contar el valor añadido de impresionar a mis compañeros de correrías.

Pues bien. Queda dicho que supe resistir a la tentación, si bien a duras penas.

Pero lo realmente sobrecogedor lo percibí muchos años más tarde, en uno de esos regresos "proustianos" al lugar y a la memoria de mi infancia, rescatando como adulto las inocentes vivencias de antaño. Yo me imaginaba que, lógicamente, al disfrutar de una mayor envergadura (y no sólo de unos mejor engrasados mecanismos de raciocinio) la dimensión del paisaje cobraría unas medidas menos espectaculares que las percibidas de niño, corrigiendo la escala de mis exagerados recuerdos infantiles.

¡Pues de ninguna de las maneras! Al bordear con suma precaución el sendero del acantilado me topé a la vuelta de un recodo con el alarmante precipicio que se abría bajo mis pies; al fondo del abismo tres diminutos "gorgs", como centelleantes ojos negros que parecían querer reclamar la atención del caminante con su siniestra y casi hipnótica mirada.

No quisiera pasarme, pero les aseguro que las posibilidades en un hipotético salto a una de las ollas, de alcanzar limpiamente la diana, o sea el centro del ojo donde la profundidad ofrecía cierta garantía, se me antojaban mínimas, y bastante remotas las de entrar siquiera en contacto con el agua.

Una vez iniciado el salto, es imposible rectificar la trayectoria, y siendo los bordes de los gorgs de durísima roca viva no hace falta mucha imaginación para calibrar las catastróficas consecuencias de una puntería deficiente.

Ya sé que no pasó nada, y que tal vez un no-percance como el descrito les pueda parecer algo anticlimático. Pero les aseguro que todavía hoy, al cabo de tantos años, me despierto alguna noche sobresaltado, al imaginarme volando en parabólica trayectoria, camino de mi perdición.

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