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Reflexión

Paternalismo

Dice Ortega que la filosofía "quisiera ser el secreto a voces", lo que todo el mundo oculta y nadie quiere pronunciar.

Por lo tanto, la labor del filósofo -no confundir con el profesional de la filosofía, que es otra cosa- es revelar lo escondido, mostrar lo que, por cinismo o dejadez, queda en la oscuridad de lo real. Es una tarea no siempre reconocida, a veces criticada y seguramente polémica. Fernando Savater, en el exquisito exordio a su Diario Filosófico, refleja muy bien la extraña cualidad del pensador de cualquier tiempo, el ser un "forastero" en la comunidad, un perfecto desconocido que se sitúa ante el resto y "mira las rutinas con ojo crítico". Una de las rutinas más perversas de las últimas décadas es, sin género de dudas, el paternalismo y la asunción de sus postulados en los campos más dispares. Por razones de espacio, aunque también por interés, me centraré en dos de los tipos más corrosivos e injustificables, sea cual sea el punto de vista sobre el que se elabore el argumento.

En primer lugar, está el paternalismo pedagógico, aquella suerte de privación de la responsabilidad entre el alumnado sobre aquellas cuestiones que le afectan de modo directo. Es rara la ocasión en que un docente, y para el caso es irrelevante la materia impartida, no ejerce el acicate paternalista.

Sin embargo, lo que, de suyo, es una hábil herramienta en el aula, puede degenerar en la indigencia moral del individuo, en una dependencia que avergüenza al maestro tanto como invalida la capacidad intelectual y ética del educando. Por lo regular, este paternalismo evita el posible fracaso académico, diluye la sanción disciplinaria y premia la mediocridad en todos los sentidos. A lo largo del período lectivo, pero, con mayor intensidad en la última etapa del mismo, es más que perceptible el indeseable impacto de esta anómala conducta.

Alumnos, primero, padres después, cada cual cumple con el ritual de rigor, aquel en el que todo se olvida, todo se perdona. En verdad, son los días en que la escuela se vuelve más religiosa, por el descarado afán de recompensa o disculpa que se respira. No obstante, el paternalismo corrompe a la persona, retuerce la moral hasta extremos inimaginables y corona a la irresponsabilidad. De un modo inquietante, y para esto no importa la edad o la condición, priva al individuo de su dignidad, de la posibilidad de superarse a sí mismo y de encontrar, en definitiva, su propia personalidad. Es la antítesis manifiesta, aunque comúnmente silenciada, de uno de los objetivos declarados del proceso educativo: el desarrollo de la autonomía personal.

En otro plano, se sitúa el paternalismo social, una modalidad derivada de la anterior; casi se puede decir que, en cierta forma, son las dos caras de la misma moneda. Es habitual que, entre los profesionales de la enseñanza, así como en la esfera administrativa del sector educativo, los resultados de cualquier prueba hayan de ser tamizados por el llamado "contexto de situación". En apretado resumen, el lugar de residencia, si se quiere el de nacimiento o pertenencia, marcan la valoración de las encuestas, exámenes o ensayos a que son sometidos los alumnos.

Como se suele repetir, a veces sin reflexión alguna, no hay que esperar que de un barrio desfavorecido se obtengan mejores resultados que de uno que no lo es. Este determinismo social y pedagógico, paradójicamente, es contra el que se lucha a diario en las aulas, al menos así lo piensa uno, pero los medios oficiales, por su parte, lo bendicen desde las alturas.

Por raro que parezca, son escasísimas las voces que advierten o denuncian este peculiar laberinto de la educación.

Así que el compromiso del pensador, de ese exiliado que es el filósofo -y de nuevo la sabia palabra de Savater-, me obliga a mostrar el peligro que presentan ambos tipos de paternalismo. Es sólo uno, pero de enormes consecuencias. El ausentar al alumnado de sus responsabilidades es lo mismo que hurtarle una formación en libertad, al estar constantemente dependiendo de las decisiones de otros, e insisto, por beneficioso que pueda resultarle a sus ojos esta manera de obrar, terminará por pasarle factura en la edad adulta, y si ya está en ella, más temprano que tarde, habrá de cuestionarse su forma de entender la vida.

De otro lado, el justificar los resultados académicos según la procedencia de los alumnos debería ser tomado como un dato más en el juicio conjunto de la realidad educativa, pero jamás convertirlo en una categoría social so pena de condenar a los individuos a un determinismo que quebrantaría sus deseos y ambiciones, tanto como su voluntad de ser libres.

Es ésta, la libertad, la que ha de preservarse bajo cualquier circunstancia, incluso a disgusto de los que creen defenderla amparando la irresponsabilidad a través del celo protector con el que hoy se viste la educación en España.

(*) Doctor en Historia y profesor de Filosofía

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