La Provincia - Diario de Las Palmas

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Aula sin muros

Música, maestro

La música, para muchos el arte por antonomasia, la introdujeron en Europa las dos religiones del Libro. Los monjes, retirados en los monasterios, lejos del mundanal ruido de la vida ociosa y libertina de los papas y príncipes de la Iglesia en el Vaticano, dibujaron en pergaminos de carneros las austeras notas del canto gregoriano. Perfecta conjunción de melodía y volutas de humo de incienso para comunicarse con Dios. Con intenciones más terrenales llegaron los musulmanes a los condados medievales de la Aquitania y Occitania francesa. Venían, del Ándalus ibérico, con el laúd bajo el brazo, precursor de la actual guitarra, con la que los nuevos tañedores reproducían los cantos de amor que dedicaban a las esposas y concubinas en los palacios y harenes de los califas. Y tuvo su importancia porque, a su vez, fueron los precursores de los trovadores que daban serenatas a las mujeres de los nobles al pie de las almenas y celosías de los castillos.

Las hubo que cedieron a los cantos de esta nueva clase de románticos enamorados. Para desgracia de romeos y julietas de la época que fueron sorprendidos, aunque fuera "haciendo manitas", por los esposos y señores de tierras, castillos, plebe y todo lo que se movía debajo de la Tierra. A ellas lo mejor que les podía ocurrir es que terminaran de postulantes en un convento. Peor suerte corrían los atrevidos nuevos serenateros que terminaban emparedados o colgados en patíbulos de los salientes del castillo para aviso y escarmiento de otros que se allegaran al lugar en busca amores y sopa boba. Porque así se les llamaba a estos jóvenes, muchos de ellos estudiantes, tenidos por medio palanquines que recorrían caminos y caseríos con el laúd, en bandolera, dispuestos a versar con música pidiendo, a cambio, un plato de sopa de ajo y un establo donde dormir junto al soco del vaho de los animales. Mucho de lo que son los tunos universitarios de ahora, si es que todavía le queda el halo romántico de antaño, se lo deben a estos antiguos trovadores. La unión de creatividad musical, estados de ánimo y trascendencia surgió, en siglos posteriores, con la música renacentista, el Clasicismo, Barroco, Romanticismo o el estilo dodecafónico de los compositores contemporáneos. El ruido eterno, término acuñado por el periodista y escritor Alex Ross, autor de la obra titulada y editada con el título de este sonoro nombre. A todas estas llegamos al tiempo en el que cada día tiene su trabajo, su propósito y algo que celebrar: comienzo del verano en el hemisferio Norte, invierno en el Sur, 21 de junio, Día internacional de la Música. De todas las músicas, de todos los pueblos, de todos los estilos.

También era y es, en verano, estación y tiempo en el que más fiestas populares, se han festejado cuando se extendió el uso del término procedente de una película animada de la factoría Walt Disney: "música maestro". Se convirtió en Leitmotiv, aviso, con el que un organizador de fiesta y el propio público asistente incitaban al director a que cogiera la batuta, diera unos golpecitos sobre el atril y marcara el compás para que comenzara a tocar la banda. Pocos años transcurrieron para que del "Paseo y música", anunciado en el programa de la fiesta, con la que la pollería y los novios andaba, a paso lento, alrededor de la plaza, se pasara a que una nueva juventud, imbuida por las melodías de los melenudos de Liverpool y la contracultura musical de las playas de California se juntara a escuchar música contenida en vinilos de 45 revoluciones por minuto. Pero, también parte de esta juventud urbana se emocionaban con una sinfonía de Beethoven o el Brindis de la Traviata. Mientras, sobre todo en los pueblos, el amor nacía y se mantenía con los sones de un bolero. En un caso y en otro la música es portadora de sensaciones que elevan el estado de ánimo a través de la placentera descarga de un grupo de neuronas en el cerebro, responsables del buen humor, la euforia y el placer. Las mismas de las que disfrutan los componentes de una rondalla (Canarias puede ser uno de los lugares con mayor número de grupos musicales por metro cuadrado del planeta) o de una coral que ensaya y canta, con la exigencia y disciplina exigida en las estructuras y compases marcados por sus originales autores o compositores.

La explicación de tanto chute de adrenalina y endorfina en el cerebro, en melómanos e intérpretes, ya aparece, en Homero que cuenta en los versos de la Odisea, cuando le preguntan al protagonista, Odiseo, cómo es que tañe tan bien la lira éste responde: "Nadie me ha enseñado, un Dios ha plantado algunas canciones en mi alma". También en la mitología griega, el dios Dionisio se hacía acompañar de una corte de sátiros (seres mitad hombres, mitad carneros) y ménades (mujeres asalvajadas en continuo estado de trance) ocupados en una interminable fiesta de música y vino. Entonaban cantos llamados ditirambos, acompañados de la lira y bailaban hasta la extenuación, una forma de sentirse, por encima del común de los mortales, miembros de una misma comunidad superior. La misma sensación de subida de autoestima de un intérprete de cualquier música experimentada por el aplauso de un público entregado. No menos que el escalofrío de placer, que recorre la piel, euforia de un presente inconmensurable, que puede sentir cualquiera al escuchar una pieza, compartida en un concierto o en la quieta y agradable soledad de una nostalgia revivida.

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