La Provincia - Diario de Las Palmas

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Zigurat

Refugio y concentración

En el estado actual en el que se encuentra el mundo; en el grado en que se encuentra la razón humana, aquella que parecía natural y consecuente con las acciones; en las circunstancias en las que se encuentran miles de seres humanos muriendo día a día, no estamos siendo capaces de discernir con habilidad, intuición e imaginación soluciones para que la cruenta e injustificable situación mejore, porque para que cambie hace falta algo más que política y economía.

Es increíble que posando la mirada sobre un atlas se puedan señalar los cientos de campos de refugiados diseminados en todos los continentes, con miles de personas que no tienen ni a donde mirar ni a donde ir ni a donde quedarse y que mueren en casetas de campaña, en enclenques casas de cartón piedra o simplemente a ras del piso con una manta y un plástico por si llueve; que llueve mucho y sobre mojado.

Desde que se inventara manu militari y estratégicamente los campos de concentración allá por el siglo XIX, con un exiguo éxito en la Cuba colonial, de orden del general Weyler, donde concentraban a la población hostil al gobierno de España, el recorrido de esta macabra institución pública, como soberana violencia de Estado, ha estado jalonada de inmisericordes violaciones de los derechos humanos por todos los gobiernos que han seguido con esta práctica tan antigua y heredera de los guetos europeos medievales, que llega a su culminación. Coronada como mal absoluto en la segunda Guerra Mundial y que aún no ha terminado de digerir ni la filosofía, ni la historia ni la ciencia política.

Parece que volvemos a las ciudades rodeadas de murallas para que la barbarie no cruce los puentes levadizos que se constituyeron precisamente para dejar entrar a los menesterosos e impedir la masacre de sus habitantes. Se les llama campos de refugiados y alguno se pregunta de qué se refugian: se refugian de la más abyecta de las acciones: la violencia. La violencia en mujeres, a miles violentadas, se esconden los niños, a miles muertos de hambre, se esconden los hombres, a miles obligados a tomar un arma, masacrados en sus regiones de origen, se esconde el hombre del hombre.

Quienes no se hurtan a la realidad son los gobiernos de los países implicados en todas y cada una de la guerras que salpican el planeta como no se recuerda desde Vietnam; ni en la guerra fría habían tantos conflictos como ahora, con el particular componente de que la vida para algunos no vale ni es respetada como valor absoluto. Se mata, se aniquila, se asesina, se siembra terror y se recoge una sobrecogedora violencia que no tiene una explicación sencilla, si es que la tiene. No importa en que guerra estés, si en la económica, en la política, en la militar, en la terrorista, en la guerrilla, en la mafia, o simplemente, a titulo personal, cargas con tus artefactos de exterminio y entras en una universidad, en un museo, en un hotel, en una discoteca y por cuenta propia acabas con lo que te infunde odio, rencor o asco. Esa es tu disidencia.

Nos han dicho que nos esperan tiempos duros y cuando en Europa ya hay tantas vallas como en cualquier país en guerra, nos despachan con la salida de Inglaterra de la eurozona, con los europeos de fútbol o con los juegos de la vergüenza que comienzan dentro de un mes en un país de riqueza inimaginable y de pobreza sin palabras para nombrarla.

Han asesinado a la política inglesa laborista Jo Cox, como si con esta muerte zanjaran alguna discusión entre ciudadanos. En esta vesania que nos invade, cada día echan de sus casas por violencia política o por el terror a cientos de personas de las que muchas aún conservan las llaves de sus hogares. Aún así algunos tienen esperanza: tenían la espera puesta en los ojos de la clase política e intelectual de Europa, la gran hazaña del ser humano que alumbró hasta que el pabilo dejó de dar luz y en oficio de tinieblas estamos.

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