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El análisis

Razones del rechazo británico

Los británicos han decidido dejar la Unión Europea. Se podrán exhibir muchos argumentos en contra de tal decisión, pero si, de verdad, se es demócrata, no queda otra que el respeto a la palabra soberana de un pueblo. Pensar de un modo distinto, es caer en un tutelaje impropio entre hombres nacidos bajo el estandarte de los principios de la Ilustración. Antepongo este razonamiento porque es el primero que ha de salir al paso de las airadas voces de algunos filósofos que, en descrédito de su formación y perspectiva, emplean términos que rezuman superioridad intelectual o moral de unos europeos frente a otros europeos, y que, en sí mismos, evidencian una de las posibles causas del denominado brexit. Así, pues, uno de los gérmenes que, al parecer, ha sido fundamental en la salida del Reino Unido es el desprecio a la ciudadanía, a la gente, al pueblo, como quieran llamarlo. Se ha mostrado desinterés, apatía, inclusive malestar entre los dirigentes políticos ante las demandas de los que llenan y dan vida a las calles de nuestras ciudades. Se forjó un proyecto europeo sin el debido sentido común, sin tener en cuenta a los que pueblan los países que lo constituyen.

Una de las imágenes con las que recorría el líder de UKIP, Nigel Farage, las populosas vías del Londres cosmopolita era la que alertaba de una invasión de refugiados si ganaba el remain en las urnas. Y el mensaje prendió, pese a quien pese. Pero, ¿por qué? Churchill soñó con unos Estados Unidos de Europa, que nadie pone en duda, intelectualmente hablando, salvo que los acontecimientos sociales y políticos de los últimos años han ido variando hacia otra realidad, más cercana a los Estados Unidos de los Refugiados. No es demagogia, ni tampoco se debía haber tildado a los que así lo alertaron desde muy temprano, como la desaparecida Oriana Fallaci o el epatante Houellebecq. Ambos desafiaron lo políticamente correcto y hablaron sin tapujos de un proyecto que ahogaba la misma identidad europea, que abría las puertas a que el "ser europeo" muriera de europeidad, por decirlo de una manera muy expresiva. La descontrolada e irreflexiva proclama del respeto al diferente, al llegado de lejanas latitudes en busca de asilo y solidaridad podía degenerar en la pérdida de unos valores identitarios, los que justamente definen el vigor de la naturaleza de un continente. A la periodista italiana le gustaba emplear el término Eurabia para referirse a la nueva condición, además de orientar el debate hacia unas determinadas coordenadas que los políticos, por su parte, una y otra vez, condenaban al ostracismo, a la marginación informativa, no tanto ideológica, como moral. Sin embargo, el brexit pone de nuevo sobre el tapete la realidad que tantas veces se ha intentado ocultar.

En Alemania, donde la crisis de los refugiados se examina a través de la experiencia de un pasado ominoso, hay autores de relevancia, como Rüdiger Safranski o Peter Sloterdijk, que han sabido ofrecer matices que dan una mejor dimensión de la complejidad del asunto. Por ejemplo, Sloterdijk pronunció un dictamen bastante revelador: "el Estado ha cedido la soberanía a los refugiados", y añadió una frase no menos contundente: "no tenemos una obligación moral de destruirnos", en alusión a los alemanes, pero que se puede hacer extensiva a los europeos en general. En Gran Bretaña, han entendido lo que el filósofo germano quiso decir en la marginalidad del medio académico. Y, por supuesto, ya no es la coletilla de un pensador, por célebre que sea su figura, sino el motivo de una honda preocupación.

Los británicos vieron, antes que nadie, la posibilidad dibujada por el filósofo, el literato o la reportera porque fueron los que inicialmente desarrollaron, como medida integradora, el multiculturalismo. A resultas de él, se imponía por doquier el relativismo moral y cultural, como única vía para la convivencia social de los inmigrados de antiguas colonias o de los refugiados recién llegados. Y los problemas no tardaron en aparecer, por lo regular en forma de conflictos raciales, pero sin olvidar los originados entre las paredes de las escuelas, donde los principios del estado de derecho, el de las libertades individuales se daban de bruces con los de las identidades religiosas de los sentados en las aulas, primando estos últimos sobre aquéllos. Esta crisis de identidad volvía a señalar la raíz de la cuestión, que no era otra que Europa estaba permitiendo el socavamiento de los ideales ilustrados que la alumbraron desde las instituciones encargadas de transmitirlos. Un auténtico dislate.

Al margen del factor económico, estos son los dos argumentos que se encuentran en el núcleo básico de la decisión de los británicos. Mucho se escribirá en torno a lo que ahora deja el brexit, pero lo que el fatuo progresismo nunca llegará a vetar es la soberanía popular ni tampoco el digno ejercicio de la libertad entre los individuos, por mucho que les duela a sus irredentos seguidores, ciegos a lo real, y a los que se les puede aplicar el sabio aforismo de Rusiñol: "quienes buscan la verdad merecen el castigo de encontrarla".

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