Las cosas pasan, y luego se escribe la historia. Alguien me decía esto el otro día. Y, en efecto, así es. Mary Beard, la mediática experta en estudios clásicos de Cambridge a la que otorgaron el Premio Princesa de Asturias de Humanidades este año, comentaba hace poco que la razón principal de que Londres sea la capital del Reino Unido, pese a tener una situación incómoda en muchos sentidos, es que los romanos hicieron de ella la capital de la provincia de Britannia. Britannia era "una región peligrosa, al otro lado del gran océano que rodeaba el mundo civilizado [el Canal de La Mancha, en realidad]. Gran Bretaña es, en muchos sentidos, una creación de Roma". Aquel imperio acabó y con ello terminó la primera experiencia histórica, por sometimiento en ese caso, en la cual el actual Reino Unido fue parte (una provincia romana) de lo que hoy es Europa.

La segunda experiencia de integración británica en el Viejo Continente, la entonces Comunidad Económica Europea, ha acabado igualmente esta semana después de sesenta años. Sólo que comenzó y finaliza, o finalizará de una u otra manera, por voluntad propia. De Roma les quedó el sustrato de una cultura política de la que la democracia inglesa es heredera, además de los cimientos de la cultura occidental en su conjunto. De la CEE le ha quedado, por lo que va, el mejor periodo económico y social de la historia del Reino Unido, dicho en términos de calidad de vida para la mayoría de la población, después del desastre que representó la II Guerra Mundial. La decisión británica adoptada el jueves puede tener muchísimas explicaciones, pero no tiene sentido. Es sencillamente un error inmenso para Europa y para el Reino Unido. El fondo indecidible de toda decisión en este caso entregó su peor lado. Lo expresaba muy bien una señora inglesa en perfecto español, que ya es raro, una pensionista residente en España part time en un canal televisivo: "Nadie sabe qué es mejor, no se sabe qué votar, la gente lo hará por intuición, no tiene más ".

El análisis del voto en el referéndum del brexit es de libro. Y Reino Unido ha quedado, por lo pronto, dividido en dos países muy distintos que ahora habrán de convivir a saber cómo y reinventarse en alguna clase de síntesis de país, también a saber cómo. Votaron por irse de la Unión Europea fundamentalmente gente mayor de 45 años, en particular, pensionistas, así como una mayoría de personas sin estudios universitarios y también la mayoría de las zonas rurales y las regiones urbanas más pobres. Y viceversa : Pretendía quedarse la mayoría de los británicos menores de 45 años, de los que cuentan con estudios superiores, los que habitan en los grandes y medianos núcleos urbanos y también la mayoría de los que lo hacen en regiones ricas.

¿Qué significa esto? Que se trata del precio a pagar por la globalización y sus efectos, de los cuales el principal son los flujos migratorios y la enorme inseguridad que crean en los sectores de población de una menor nivel cultural y capacitación profesional. Éstos se sienten amenazados en sus salarios y en sus pensiones. De libro, digo. Lo que pasa es que este precio es altísimo, ya no sólo por la turbulencias en el corto plazo de un mundo interconectado (las Bolsas, etcétera), sino sobre todo a largo plazo, por lo que implica tener que cuadrar ahora desde el comienzo una nación en la que, insisto, convive una mitad cosmopolita y otra mitad nacionalista y potencialmente xenófoba. Dos mitades que en este referéndum se han formalizado políticamente y se han enseñado los dientes. A ello se le añaden las tensiones territoriales que, como es sabido, asoman por el horizonte. Escocia e Irlanda del Norte quieren seguir en Europa y lo intentarán a toda costa. Y hasta la propia Londres quizás acabe moviendo ficha, como John Carlin decía en El País : Una quinta parte de los londinenses querría que su ciudad fuera una ciudad-nación, como el Vaticano, liberada del lastre provinciano que es buena parte de Reino Unido. No es descabellado pensar, según y cómo vayan las cosas en esta exposición total a lo desconocido que ha inaugurado el brexit, que esa aspiración para la segunda global city del mundo cobre apoyos exponencialmente y adquiera formulación política. Y total, todos esos riesgos enormes para acabar más o menos como estaban: al final es evidente que se reeditará la libre circulación de bienes, servicios y capitales con Europa y Estados Unidos a través de los acuerdos que correspondan, continuarán los acuerdos militares con sus socios occidentales (están en la OTAN y no van a salir) y Reino Unido mantendrá asimismo su poder en las políticas monetaria y migratoria.

Hasta hace diez años los conservadores habían representado la mejor expresión de la singularidad británica en sus relaciones con Europa. En su constitución, y después, con la caída del Muro de Berlín y el famoso cheque inglés de Thatcher como su expresión. Cameron sin embargo, se encontró con que la desconfianza social británica hacia el establisment de los sectores aludidos iba a más. Las clases medias empobrecidas por la crisis reclamaban seguridad y su nivel de vulnerabilidad era lo suficientemente alto como para alimentar las más bajas pasiones políticas. Y ya se sabe : lo civilizado lo es hasta que de pronto deja de serlo. Cameron lo entendió y trató de reintegrar a esos sectores -abstecionistas crónicos ya- en la política. Y llegó lejos: logró cerrar con Bruselas, por ejemplo, una discriminación intolerable a los europeos con nueva residencia en Reino Unido en prestaciones públicas, lo que no sucede al revés.

Eso, y más cosas que iban a pedir. Y para dar verosimilitud y hacer partícipe de las decisiones del país a esa mayoría silenciosa y potencialmente ultranacionalista y xenófoba que desconfiaba de la élite política, puso en sus manos la decisión trascendental en la que está simbolizada, aunque poco tenga que ver con la realidad, lo que le pasa al Reino Unido: la continuidad o no en la Unión Europea. Lo hizo a sabiendas de que ganaría, calculando que el éxito de las exigencias obscenas británicas serían suficientes. Lo hizo quizás en un ejercicio de responsabilidad política, paralelo a su rentabilización en las urnas: evitar que un 20% de población desclasada acabe en manos ultras en un momento de auge de los populismos de derecha en Europa y, por el contrario, pudiera volver a verse representada por los tories. Pero se equivocó. La pulsión condujó el voto de esa Gran Bretaña provinciana, mayor y poco cualificada. Y ahora este país se encuentra ante un lío monumental del que apenas es consciente. Quizás le cueste resolverlo décadas.

Lo peor, con todo, es la mutilación del proyecto europeo que representa el brexit. Y, sin embargo, no hay mal que por bien no venga. La disyuntiva es clara : O Europa responde a este fracaso monumental de la salida del Reino Unido dando un salto de escala en su integración política o entrará en riesgo de desarticulación. El populismo europeo ya ha saltado reclamando aquí y allá. Y las citas electorales en algunos de los países principales, como Francia, no son excusa. El desafío británico obliga a Europa, en suma, a hacer como los cocodrilos cuando saltan y atrapan a la presa después de una quietud mortecina. Sólo ese cambio de posición le va a dejar margen de maniobra suficiente para hacer el trabajo pendiente desde hace décadas.