Los electores tienen ganas de propiciar cambios radicales en la cultura política, es imprescindible por higiene democrática. Modifican sus tendencias de voto y el sistema experimenta situaciones por las que nunca antes había transitado. Los últimos procesos electorales asentaron un panorama muy diferente al conocido desde la Transición. Las urnas han repartido las fuerzas entre cuatro actores principales. Los bloques de izquierda y de derecha tienen un número similar de diputados, que los obliga para cualquier cosa a necesitarse mutuamente. Tanta novedad no consigue avances en lo básico: agilizar la formación de gobiernos mejores. Los políticos siguen encelados únicamente en lo suyo y en los suyos, no en lo conveniente para todos.

La vida pública continúa paralizada aunque los españoles no dejan de acudir a las urnas para emitir veredictos. Seis veces lo han hecho en los últimos dos años, entre las europeas, las generales, las autonómicas, las insulares, las municipales, las andaluzas y las catalanas. Un récord ni siquiera al alcance de democracias avanzadas con siglos de historia parlamentaria. Descaradamente, a los líderes de hoy sólo les motivan sus intereses. A los neófitos y a los veteranos. Todavía quedan para después del verano las elecciones gallegas y las vascas. Eso confiando en que no haya que recurrir a una tercera ronda del 20-D y el 26-J. Las Cortes llevan doce meses sin aprobar una ley. En un país tan saturado de normas, muchas inútiles o que no llegan a cumplirse nunca, la sociedad puede percibir hasta como un alivio el apaciguamiento. Eso no significa que retrasar la normalización del Ejecutivo y de las Cortes cuanto se pueda sea lo aconsejable. Hay asuntos que exigen un Gobierno firme que proteja a los ciudadanos y pase inmediatamente a la acción.

Un paro estructural, unas pensiones menguantes, una sanidad cabalgando hacia lo insostenible, una enseñanza que no enseña, una crisis por el horizonte sin haber superado otra, una Europa rota, una España carcomida, las ambiciones de Rusia y China, la xenofobia, el radicalismo, los sanguinarios yihadistas son argumentos suficientes para no afrontar como un juego la investidura.

Los nuevos partidos ya son de la casta. Lo vivido de diciembre a junio evidencia la velocidad con la que Podemos y Ciudadanos copian los malos hábitos que venían a enmendar. La descalificación y el personalismo eran las actitudes más reprochadas a los viejos diputados. Los recién llegados las han asumido con gusto en la falsa creencia de que aquí el pueblo asimila a entreguismo no vilipendiar al rival. El frentismo vuelve a campar, resucitan las Españas irreconciliables y el debate tiene el mismo tono de crispación y derrotismo de antes. Tampoco ahora en los retrocesos dimite nadie, ni se rinden cuentas. Los reveses siguen justificándose con maniobras ajenas, nunca con errores propios. Aunque las disculpas resulten disparatadas. Simpatizantes de Pablo Iglesias siembran dudas sobre la limpieza del recuento y consideran las encuestas que lo encumbraron una conspiración en su contra de los poderes fácticos. No necesita Podemos recurrir al ventilador porque consolidarse ya ha sido un logro enorme.

Los hemiciclos de bancadas aplastantes fenecieron. Pactar y renunciar son verbos a conjugar para superar el bloqueo. Pero nadie quiere ceder, ni da el primer paso. Ni siquiera como planteamiento de desgaste o de negociación, la estrategia del encastillamiento, la cerrazón y los portazos resulta admisible con la opinión del votante clara y las cartas boca arriba. Si el bipartidismo decepcionó al elector, el multipartidismo de guirigay lleva idéntico camino. El PP no puede presumir por una victoria insuficiente. Como no sea valiente, tome la iniciativa para sacudir el lastre de la corrupción y acometa una renovación a fondo verá desplomarse su suelo. En el PSOE la situación ha llegado a tal punto de deterioro que dos fracasos consecutivos se festejan como un éxito. Alegrarse de que los competidores directos queden a rueda: qué triste consuelo para el grupo que construyó decisivas mayorías sociales en España. A Ciudadanos le castigó la ley D'Hondt, pero también su propia ambigüedad.

El país necesita que alguien lidere una profunda transformación desde el clientelismo hacia el mérito, desde unas instituciones colonizadas por los servilismos partidistas a otras fuertes, independientes y profesionales. Hablamos de reformas serias, no puramente cosméticas, como la de ajustarse el cinturón aumentando el número de funcionarios, la de recortar disparando el endeudamiento o la de cuadrar los presupuestos sangrando al contribuyente y perpetuando momios superfluos. El país necesita que el bienestar y la prosperidad del ciudadano sea el centro de todas las cosas, no las batallitas ideológicas ni las demagógicas promesas en favor "de la gente" tan genéricas como vacuas.

No hay referencia que más agrade a los líderes de hoy, de derechas y de izquierdas, que la de los países escandinavos. En Dinamarca, los pactos de gobierno quedan prácticamente cerrados en la noche siguiente a las elecciones. Suecia padeció en los años 90 una debilitación de su moneda, un bajo crecimiento económico, un desfase alarmante entre los ingresos y los gastos que comprometía su estado del bienestar, una crisis bancaria y una recesión sin precedentes que disparó los tipos de interés al 500%. ¿Les suena de algo el panorama? Salió del atolladero porque los mismos dirigentes, de todos los colores, que llevaron el país al desastre decidieron rectificar sus errores.

Acordaron no gastar más de lo que ingresaban. Mentalizaron a los suecos de que tenían derechos, pero también obligaciones. Desfuncionarizaron a los empleados públicos, premiando el esfuerzo y castigando la incompetencia. Ayudaron a las familias con hijos. Potenciaron la educación. Abolieron la indemnización por despido. Hoy disfrutan de gran estabilidad, una clase media envidiable y una de las mayores rentas per cápita del mundo. ¿Cuándo se harán nórdicos de verdad, y no de boquilla, estos políticos?