El informe Chilcot que censura el proceder de Blair para meter al Reino Unido en la invasión de Irak en 2003 cabe aplicarlo, por vecindad belicosa, al egregio Aznar, que, según parece, es el único del Trío de las Azores que sostiene todavía la legitimidad del ataque al puesto de mando del sátrapa Saddam Hussein. No sólo no se le baja el párpado histórico al expresidente, sino que está orgulloso de una guerra que contribuyó a pertrechar su óptica atlantista del planeta. El responsable de la Faes ha dicho que no ve razón para pedir perdón a los ciudadanos por promover un conflicto que, a su entender, multiplicó por cuatro el protagonismo internacional de su país. Visión excitante que tira por la borda cualquier culpa sobre las consecuencias, tanto las de una posguerra iraquí que no acaba de cerrarse como las de un terrorismo internacional yihadista que amenaza a las principales capitales del mundo. El documento que ajusta cuentas con respecto a la participación de Blair determina, en especial, la falta de datos que justificasen la existencia de armas de destrucción masiva. París y Berlín no se tragaron el sapo, que en el caso de Aznar pasó a ser adrenalina para iniciar el acoso sin necesidad de esperar una resolución de la ONU. Frente a la trascendencia de este informe aparece la orfandad democrática de los españoles, con una calidad constitucional tan resquebrajada que carecemos de herramientas para investigar cómo y con qué permisos decidió Aznar ir a la guerra. Una vez dada a conocer la auditoria, elaborada a lo largo de siete años, grupos de ciudadanos salieron a la calle para exigir responsabilidades penales para Blair. El 18 de abril de 2004, Zapatero se bajaba de la furia contra el imperio del mal de Bush y anunciaba la retirada de las tropas de Irak. A día de hoy, ZP está en el ostracismo y Aznar es multimillonario por sus conferencias, igual que Blair. El poder magnánimo siempre está dispuesto a pagar muy bien los favores.