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Elizabeth López Caballero

La felicidad no cabe en una talla 36, le aprieta

Que se entere el mundo: llevo una talla 38 y no me siento gorda, aunque la sociedad se empeñe en compararme con Moby-Dick. Llevo una 38 y estoy orgullosa de mi cuerpo y de mis curvas. Es lo que hay, estoy sana, me acepto y sí, se puede ser feliz llevando más de una talla 36. Pero por desgracia no todo el mundo lo ve así. En esta sociedad, donde impera la "ley espagueti", o entras en una 36 -mejor aún en una 34- o eres el enemigo público. ¿Que por qué? Porque sí, porque hay que estar delgada para ser aceptada. Y así hay muchas niñas pasando hambre y adelgazando su autoestima por no caber en la talla de esta estrecha sociedad.

El otro día entré en una tienda para echar un vistazo a la ropa de verano. Me saludó una chica de unos veinte años -muy delgada, por supuesto-, y observé que en el mostrador había otra jovencita de las mismas características. Deambulé de perchero en perchero, cogí una falda negra de gasa y pasé al probador. Allí me encontré a dos adolescentes de unos quince años. Niñas que están empezando a desarrollarse. Niñas en edad de crecer física y psíquicamente. Que deben alimen-tarse, comer de todo y engordar mucho el amor propio.

Pasaron al probador contiguo con unos shorts vaqueros en la mano. A una de ellas no le abrochaba y a la otra ni siquiera le subía. (De todo esto me enteré porque las escuchaba lamentarse de su mala suerte). La dependienta se acercó a preguntarles que qué tal les había quedado el pantalón. Casualmente salimos a la misma vez de nuestros respectivos probadores. Las niñas le explicaban, con cierto halo de decepción en la cara, que no les iba bien. La respuesta de la trabajadora fue escalofriante: "Es que para esos vaqueros hay que tener un buen cuerpo; a todo el mundo no le quedan bien". Las jóvenes se miraron y vi cómo los complejos anidaron en sus vientres -planos-, en sus caderas -moldeadas- y en sus piernas -tonificadas-. Tenían un buen cuerpo. Tenían el cuerpo perfecto. A ellas no les sobraba nada. En cambio, al pantalón le faltaba tela y a la dependienta, educación y empatía.

Dejé la falda que iba a llevarme en una cubeta -no pensaba contribuir económicamente con ese establecimiento-. Las adolescentes salieron detrás de mí y una vez más las escuché hablar:

- Tía, tenemos que apuntarnos al gym. Estamos supergordas.

La amiga asintió.

No pude evitarlo y me dirigí a ellas: chicas, quizá ahora no lo entiendan; yo tampoco lo entendía a esa edad. Pero la felicidad no cabe en una talla 36. Le aprieta.

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