Me he encontrado a mi hija por el pasillo de casa a la búsqueda de un Pokémon, según me explicó mientras me ponía el móvil a la altura de la incipiente calva. Hay un entusiasmo colectivo con el videojuego que ha logrado la resurrección de Nintendo. Al ver tanto ímpetu en el domicilio le dije que allí no había tantos espíritus como en casa de la abuela. Y me contestó que hablaba de una nueva aplicación que permite una realidad aumentada: es decir, entiendo, que puedes ver los ojos del monstruo tan cerca como el trozo de lechuga que te metes en la boca. Hasta hace poco me sorprendía ver a gente unida a un interlocutor a través de unos auriculares, pero que en el fondo parecía que hablaban solos. Lo mismo me pasaba cuando iba en el coche y al mirar a un lado veía a un tipo dando manotazos, lleno de risas, que mantenía una charla telefónica invisible. Tras la explosión de Pokémon en su segunda vida tendré que acostumbrarme a ver a individuos que van de un lado para otro, con el móvil delante, a ver si encuentran algún Zabat o Ratata. Ya los empecinados jugadores han sido vistos por cementerios, iglesias, carnicerías, grandes almacenes, peluquerías... Es seductor: por ejemplo, uno está en la consulta del médico y le queda una media hora, pues se pasea por la sala a ver si hay algún horroroso o gracioso Pokémon con el que interactuar. No es lo único: si el aburrimiento se afianza durante el fin de semana, lo más satisfactorio es quedar para una pokedada, todos juntos para repartirse el territorio, el mercado, la urbanización o el parquin. Todo el mundo está feliz con la suelta de bichos, sobre todo los japoneses. Están que no paran al ver que han conseguido convertir el videojuego en un asunto social, y no una cosa para solitarios que se comen las neuronas demasiado. No sé si los nipones se lo aplicarán.