Madrugada de julio. Después de un día de sopor los alisios han aparecido envueltos en brisas agradables. Una luna radiante navega un cielo límpido. Convocada por un rito ancestral, una expectante muchedumbre se ha ido congregando desde la medianoche. Están casi todos, los que aún moran allí y los que no, los que ya se han marchado, pero regresan seducidos por la misma nostalgia. Agnósticos, ateos, curiosos y devotos, pobres y ricos, travestis y corpulentos lobos de mar, mujeres de la vida que en años de tristeza sofocaron deseos en Andamana? unidos todos por un mismo anhelo, una misma fiebre. El ladrar de los perros se pierde en el murmullo del gentío que abarrota los aledaños del sagrado recinto. Junto a la enorme puerta hay quienes llevan horas defendiendo su sitio. Quieren ser los primeros este año, quizá alguna promesa. La noche es un saludo, besos y abrazos de gente que se encuentra. Recuerdos.

Añoranzas, que son también un rito. El aire es un bazar de olores que se funde con los efluvios tibios procedentes del puerto. La Isleta huele a algas, a herrumbre de desguace, a trasmallos y redes de barcas a la espera, a silencio, a barruntos del mar. Letanías de amores marineros grabados en la piel en las tardes de tedio. En la esquina de siempre, bajo un roído toldo, una anciana de negro vende garapiñadas de manises y almendras, y manzanas envueltas en rico caramelo de color escarlata sujetas por un palo; más allá, iluminado por una luz tenue, un hombre calvo vigila atentamente un enorme baúl repleto de turrones; junto a él, otro hombre envuelve ardientes tirijalas de calamares secos en papeles de estraza. Se vuelve quieto el aire. La luna es una perla que corona La Isleta. Azules, blancos, amarillos, rojos, violetas?, pequeños banderines de caprichosas formas, flotan por las estrechas calles. De vez en cuando la brisa los agita, produciendo un zumbido de abejorros.

Desde las azoteas del colorista barrio los vecinos ultiman artilugios de pólvora. Fuegos artificiales que prenderán al paso de su reina. Un almizcle de sueños trepa por los andamios de la noche. Se hace el silencio, el público se agolpa. Millares de pupilas se mantienen alerta, perdidas todas en un mismo punto. Incienso y sahumerio emborrachan el aire de La Isleta.

-¡¡Ya sale!! ¡¡Ya sale!! -grita alguien.

El gentío abre un hueco.

Flotando sobre un manto de blancas rosas y claveles blancos, iluminada por una cascada de velones de cera, aparece la Virgen marinera.

Repique de campanas?, aplausos, tambores, flautas, trombones y cornetas? una banda de música de un blanco incandescente. Salva de voladores iluminan la noche con diademas de fuego que al descender semejan fugaces estrellas.

-¡Guapa! -le dice una mujer.

-¡¡Viva la reina de La Isleta!! -le grita otra.

Varias personas lloran. Emergen las ausencias.

El paso se estremece y se agita en el aire. Toda la lucernaria zigzaguea. Dice la gente que voló una pena.

Como un calidoscopio, la procesión se extiende por la serpiente de asfalto de El Puentillo: el cura, monaguillos, fervorosos devotos, damas del Evangelio y misa de los sábados, la banda engalanada de un blanco casi impuro, el llameante trono de la reina, la multitud expectante, la noche ya sin luna. La calle Benartemi es un silencio a punto de iniciar su recorrido. Madrugá, La Aurora de La Isleta.

Desde el puerto retumban lamentos de sirenas.

Los bostezos del mar se hacen vaho en las calles del viejo barrio cambullonero. Sobre el trono de flores todo se ha vuelto púrpura. Amanece. La Aurora continúa su recorrido por las calles en cuesta.

Café y pan caliente embriagan la mañana de La Isleta.

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