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Al azar

En Irak se perdió todo, además del honor

Occidente no solo ejercía su superioridad física, predicaba además una holgada superioridad moral sobre las restantes regiones del planeta. Esta pretensión desaparece en 2003 con la salvaje invasión de Irak. Por si la carnicería fuera un criterio insuficiente, también se perdió el honor colectivo de Europa y de sus herederos trasatlánticos. Reaparecieron la tortura, los secuestros sin intervención judicial, la razón de Estado, el espionaje a los ciudadanos, las ejecuciones programadas mediante drones en ausencia de una instrucción penal. Cambio libertad por inseguridad.

No se necesitaba la reencarnación de Al Qaeda en ISIS para certificar las magulladuras en el crédito occidental. El aplastante informe redactado por Sir John Chilcott efectúa un reparto equitativo entre la voracidad de Bush, el seguidismo culpable de Blair y la insistencia de Aznar en convertirse en el monaguillo de la matanza. La invasión se cimentó sobre premisas falsas y se desarrolló sin apoyos legales. El juez inglés se detiene en la cifra de 150.000 muertos.

"La intervención militar en Irak no era el último recurso", concluye Chilcott. Ni los dictadores del planeta ni los adeptos de religiones desalmadas necesitaban este pronunciamiento radical para adivinar que moralmente ya podían mirar a Occidente a los ojos. A ras de suelo, des-de la convicción de que ningún análisis racional debe desviar los caprichos de un gobernante con ínfulas conquistadoras. Bush, Blair y Aznar fueron adverti-dos del disparate por sus servicios secretos, en el tercer caso a través de Jorge Dezcallar.

En el momento de su violenta extinción en Irak y aledaños, queda demostrado que la tan cacareada superioridad moral estaba justificada. El bárbaro comportamiento de Occidente en Irak hubiera sido inverosímil décadas atrás, cuando Ronald Reagan definía a Estados Unidos como "una ciudad resplandeciente en la cima de una colina, un faro que guía a los pueblos que aman la libertad".

El resplandor se ha opacado y el faro se oscureció, en el preciso instante en que Bush retomaba el texto reaganiano, tras la afrenta del 11S. Nunca se aclarará si la caída de las Torres sirvió de detonante o de coartada, para malograr siglos de tortuosa civilización. Ahora bien, cuando Joshua Oppenheimer compone su tenebroso documental The act of killing sobre las matanzas de Suharto, los verdugos indonesios supervivientes conjuran cualquier acusación de infamia pronunciando una palabra mágica: "Guantánamo".

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